lunes, 7 de mayo de 2007

Chiapas

Una atmósfera taciturna envuelve al estado más meridional de la república mexicana. Atravesado por selvas ingentes y montañas abruptas, la afirmación de la individualidad se hace aquí un ejercicio imposible. Todo es tan monumental, tan vasto, que los dioses otorgan la neblina en las tierras más altas para aliviar a los hombres la visión del infinito. Su manto cubre las distancias y baña los sembradíos de maíz que se extienden a lo largo de la carretera. Pero su abrazo puede ser letal. Si llegara a desbordarse sumiría los campos en una nada blanca. Por eso se siembra el maíz: para sostener la franja vital que separa a los hombres de los dioses.
Los maizales se yerguen perezosos. Como si la búsqueda del sol fuera una meta harto alcanzada. Una tarea milenaria que comenzara a cansarles. La distancia que los separa les ha obligado a gestar el sol en sí mismas. Astros diminutos abrazan el corazón de la mazorca y se hacen savia que nutre la sangre primera. El maíz, origen del hombre en la cosmogonía maya, cobija los valles, se hunde en las montañas, soporta el peso de la niebla, delimita la frontera entre la realidad y los sueños.
El cañón del Sumidero es un parque natural ubicado a doce kilómetros de la capital del estado, Tuxla de Gutiérrez. Es una gran depresión surcada por un río verde que roba su color a las tierras altas y arrulla el murmullo de los peces en las noches del valle. Las paredes que se elevan a ambos lados del río pueden alcanzar, en ocasiones, hasta un kilómetro de altura. Una vez allí es imposible no sufrir una sensación de opresión y de encierro, de pequeñez, de abandono. Los ocasionales cocodrilos que toman el sol en las riberas no ayudan a mitigar el fantasma de la soledad. Tampoco los monos que chillan ocasionalmente para constatar su desolada existencia.
La leyenda cuenta que a la llegada de los españoles, los indígenas de la región prefirieron lanzarse vivos al río desde las alturas del cañón antes que someterse al invasor. Es difícil concebir una imagen más desgarradora: cientos de cuerpos cayendo al vacío. Los gritos dispersos, las ofrendas rituales, el susurro de las oraciones finales, el caudal del agua arrastrando el recuerdo de su raza para siempre.
El cristianismo ha logrado implantarse con dificultad en la compleja mitología maya. Visitar la iglesia del pueblo de San Juan Chamula, cerca de San Cristóbal de las Casas da constancia de ello. Lo primero que sorprende es la cantidad de cirios encendidos a las imágenes de santos ubicados en los costados de la iglesia. Hojas de pino regadas por el suelo reemplazan las bancas tradicionales. Los feligreses se sientan en el suelo y rezan en lengua tzotzil al santo de su devoción. Entre tanto, toman gaseosas para inducir eructos que alejan a los malos espíritus. Detrás del altar la imagen de san Juan Bautista ocupa el lugar principal. Jesús está a su lado, un poco más abajo. Nadie supo explicarnos la razón de tan singular desplazamiento.
La iglesia de Santo Domingo en San Cristóbal de las Casas muestra también los rasgos de este sincretismo. Su fachada empieza a ser restaurada por primera vez después de siglos de soportar implantes y aditamentos. Poco a poco la labor paciente de los arquitectos descubre los contornos de los diseños primeros. El jaguar, animal sagrado para los mayas, abre de nuevo sus fauces, ocultas durante siglos por la melena de los leones imperiales. Retazos de Cuculcán, la serpiente emplumada, comienzan a evidenciarse debajo de las aparentes sirenas. Son símbolos vitales de una cultura que intentó ser silenciada pero que ha permanecido en los ritos de las gentes y ahora vuelve a hablar con la voz recia de las piedras.
Las ruinas de Palenque se erigen en medio de una selva monumental. Se trata de una de las ciudades más importantes del período clásico, cuando los mayas dominaban una parte importante de Mesoamérica. La dificultad que impone un terreno tan húmedo y tupido resalta los logros arquitectónicos de esta urbe llena de edificios colosales que parecieran emerger de la nada. Las estelas conservadas (monolitos enormes en los que escribían los hechos notables y los nombres de los gobernantes), destacan por su laboriosidad y armonía. La escritura maya fija en la piedra rostros de animales, figuras geométricas y complejas abstracciones. El resultado es impactante. Cientos de figuras cuentan la historia de un pueblo que alcanzó un desarrollo sin par en el mundo americano. A quienes ignoramos cómo descifrarlo, nos conmueve la precisión y la delicadeza de sus formas, la tenacidad y belleza con que fijaron su historia en el tiempo.

Oaxaca

Oaxaca se abre al mundo en medio de un valle que se regala generoso al cielo. Las primeras montañas se extienden mesuradas en la distancia guardando una cierta compostura ancestral. Ocultan con su tapiz las demenciales alturas que se elevan a lo lejos. Su terca simetría pareciera haber sido labrada por pueblos de otros tiempos, pulida con esmero en un intento fútil por suavizar el entorno. Lejos allá los altos picos que horadan las nubes y fraguan las tempestades del Pacífico. Lejos allá los abismos ululantes, las cascadas raudas, las selvas vaporosas, el mar. Acá, el valle apacigua el alma y otorga la posibilidad de una vida al abrigo del mundo.
Pero la naturaleza se revela ante la calma de aquellas laderas pardas. Las nubes, cansadas de cielo, imitan las más abigarradas formas de la tierra. Se derraman como espejismos premonitorios de un mundo contiguo, de una vorágine que amenaza romper un letargo con empeño cultivado. De la tierra emergen cactus con una furia por siglos represada. Metáforas de la lava ingente que hierve en sus entrañas, desuella los suelos rocosos y estalla en el aire petrificando las más variadas formas del fuego. Largos tallos solitarios adornados con flores cimeras, ramas circulares que desbordan la superficie de los tallos, anchas hojas que lamen el suelo con sus lenguas de púas.
El valle descansa en medio de una geografía turbia, cuna de más de una docena de etnias. Zapotecos, mixtecos, mazatecos, mijes, chinantecos y triquis, entre otros, han poblado por siglos el área con la geografía más variada de México. Resistieron como pocos el avance omnívoro de la conquista española pero con el tiempo la población fue diezmada, el grito silenciado, la honra macerada.
Fueron los monjes dominicos los primeros en llevar la fe de Cristo a estos pueblos. La majestuosa iglesia de Santo Domingo y el monasterio contiguo reflejan el ardor y el compromiso de los misioneros católicos con su dios. Una fe apasionada que alentaba grandes empresas pero que impedía, a su vez, comprender las creencias del otro. Las piedras enormes que sostienen la estructura afirman una terca voluntad de permanencia. Los retablos interiores, recubiertos de oro y cuadros gigantes imponen una magnificencia seductora, la propaganda eficaz que promovía al nuevo dios.
Pero la cultura popular se resiste a la imposición arbitraria de rituales ajenos. Los asume y adapta a su modo. Fiestas como el día de muertos o la Guelaguetza, evidencian la permanencia de ciertos valores y costumbres prehispánicas. Esta última, a pesar de ser una elaboración posterior (mediados del siglo XX), guarda ecos del folklore de otros tiempos. Cada año los diferentes pueblos oaxaqueños se dan cita para exhibir sus danzas tradicionales. La ciudad se viste con los más variados atuendos y baila al ritmo de los tambores, ebria con el gemido chillón de las trompetas. Cada región explota allí su singularidad, su derecho a existir, su particular manera de concebir lo bello.
Quizá es el mercado el lugar que mejor define a Oaxaca. El visitante pasea sus ojos por los bultos rebosantes de hojas de Jamaica, de saltamontes tostados, de cacahuates y chiles festivos. Las bolas trenzadas de quesillo contrastan con los moles oscuros, mezclas aromáticas adobadas con chocolate y un sinfín de especias. Las botellas de mezcal se suceden en estanterías inagotables. Gusanos, alacranes y hasta serpientes descansan en el fondo. Su veneno afirma el sabor del licor y da fuerza a quien lo bebe. Por todas partes pasan las mujeres vistiendo sus huipiles. Batas blancas adornadas con tonos vivos y figuras variadas que identifican su etnia. Se les puede ver en grupos, bandadas de colores que roban su destello a las frutas y a las flores. Sonrisas diáfanas, ojos rasgados y enormes. Una diversidad jovial que hace pensar en el sabor del paraíso.

Pero no todo es alegría, encanto, belleza. Oaxaca es uno de los estados más pobres del país y sus gobernantes han sido acusados por muchos años de corrupción y malversación de fondos. Desde junio de 2006, un grupo de profesores y líderes sindicales representantes de diversas regiones del Estado, se tomaron el zócalo de la ciudad para exigir una reforma sustancial en la asignación del gasto público y la renuncia del gobernador del Estado, Ulises Ruiz. Se hacen llamar APPO, (asociación popular de los pueblos de Oaxaca). Sus peticiones no han sido escuchadas. El gobierno en cambio, envió hace poco a la policía federal con el fin de neutralizar las protestas y reestablecer la normalidad en la ciudad. Pero el pueblo oaxaqueño se resiste a ceder. Los enfrentamientos se recrudecen cada día y la situación parece no tener salida. Se trata, no obstante, de peticiones justas de un pueblo cansado de ser explotado. Benito Juárez, presidente mexicano en el siglo XIX y uno de los principales líderes del país a lo largo de su historia, luchó por la equidad social y la reivindicación de los indígenas mexicanos. Él mismo era un indígena zapoteco nacido en Oaxaca y comprendió como pocos la necesidad de una política de estado justa e inclusiva. El respeto al derecho ajeno es la paz, es quizá su frase más famosa. Hasta los niños más pequeños la saben de memoria. Sin embargo, el gobierno actual parece haberla olvidado. La represión puede neutralizar las explosiones más evidentes de descontento, pero jamás apaciguará a un pueblo cansado de esperar.
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