martes, 17 de agosto de 2010

Dakhla

Una aldea de arena se erige orgullosa en medio del oasis. Construida enteramente en adobe, sus laberintos de callejuelas frescas alivian al visitante de los rigores del sol meridiano. La enrevesada simetría de las casas se acopla con naturalidad a la geografía del oasis, la arena comprimida en forma de muros y casas, delinea calles y ventanas que contemplan desnudas la vacía densidad del desierto. Atrás está la cadencia imponente de las oscuras montañas occidentales, las lentas olas de arena amarilla aferrándose a sus laderas adustas. En el vientre de esa larga cordillera de colinas blancas e impasibles está el valle contemplando orgulloso la extensión ignota del desierto, las nómadas arenas que transitan impunes desde aquí hasta las áridas costas del Magreb. Perdido entre aquellas paredes de arena, seducido por las lentas ráfagas de aire fresco, con la inocencia propia del primer hombre, escucho la arrolladora multitud del desierto.

La mayoría de las casas tienen más de una planta y exhiben mashrabiyas en las ventanas de los pisos superiores, intrincadas redes de madera tallada con paciencia por artesanos anónimos hace ya varios siglos. Algunas de las puertas, llevan todavía dinteles de madera de acacia en donde se acostumbraba escribir el nombre del dueño de la residencia acompañado de un fragmento coránico. Pero se trata de una belleza aséptica y un tanto artificial, pues hace varios años el gobierno ideo un proyecto para la conservación de la ciudad antigua y reubicó a los habitantes en un nuevo pueblo de cemento no lejos de sus antiguos hogares. Nuestro guía se queja de la manera como fueron construidas las nuevas casas, de la falta de ventilación, del calor demencial en el verano. Nos muestra las escrituras de su casa en la ciudad antigua, arrugadas y avejentadas por el tiempo. Aún no pierde la esperanza de poder volver algún día a habitar la ciudad en la que vivieron sus padres y abuelos.

La austera mezquita de la aldea, construida también en adobe, data de la época ayubí, la dinastía que Saladino fundara en el siglo XII, cuando entró triunfal en el Cairo poniendo fin a los casi dos siglos de dominio fatimí. Adentro, modestas alfombras de color rojo cubren el piso de arena. En una habitación lateral, una gran tumba de madera recubierta de tela verde, conserva los restos de un importante sheij de la región. Invocaciones a Alá grabadas en letras plateadas y blancas adornan el féretro.

Subimos con dificultad por el minarete blanco en forma de palomar. Desde su cima se puede apreciar la extensión total de la ciudad, la enrevesada simetría que empleaban los arquitectos de antaño para capturar a la sombra y hacer más tolerables los calurosos días del desierto. La ciudad deshabitada reposa a nuestros pies, siempre limpia, triste y silenciosa. No lejos de allí se adivinan las esperpénticas estructuras de cemento donde ahora vive el pueblo, edificios cuarteados y amorfos, carentes de cualquier noción de armonía o estética.

Abandonamos la aldea. Una camioneta nos lleva a través de una carretera ensombrecida por el lascivo embrujo de las palmeras. Gajos de dátiles cuelgan generosos de sus ramas como racimos de uvas salvajes, frutos carnosos, maduros, oscuros. El carro se detiene y nos adentramos a pie por extensiones de un verde inclemente, perdiéndonos gustosos entre cultivos de alfalfa y cebada que los campesinos de la zona cultivan con esmero. Un anciano a lomos de una mula se apresura para alcanzarnos. Salam waleikum, la paz esté con ustedes, nos saluda mientras extiende su mano grande y cuarteada rebosante de dátiles maduros. Lleva una galabeya gastada y sucia y en su rostro puede leerse el cansancio de la larga jornada que ya termina; no obstante, una cándida sonrisa adorna su boca sin dientes. El canto vespertino de las aves suena a nuestro alrededor. A través de la luz difuminada de las palmeras, el sol se esconde en el poniente.

Nauruz

La fiesta del Nauruz, que se remonta a los tiempos de Zoroastro, marca el comienzo de un nuevo año en el calendario iraní y suele celebrarse con el equinoccio de la primavera. Es, sin lugar a dudas, la festividad más importante del año para la comunidad kurda que vive disgregada en lo que hoy en día es Turquía, Siria, Irak e Irán. En Siria, para la comunidad kurda que habita principalmente el Noreste del país, la llegada de la primavera está siempre teñida de un sabor amargo: son un poco más del cinco por ciento de la población, cuentan con una lengua y cultura propias, pero son duramente reprimidos por el gobierno: a los kurdos les está prohibido comprar tierras y solo pueden casarse entre ellos, so pena de perder el beneficio de la nacionalidad. Rara vez, sin embargo, se les otorga un pasaporte y su acceso a la educación superior es restringido.

El papel preponderante que jugaba el fuego en la religión zoroastriana sigue influyendo en la manera como se celebra el Nauruz y es a su vez, una de las pocas maneras como los kurdos afirman su identidad y simbolizan su resistencia frente a la opresión de la que son objeto. La noche antes del Nauruz, en la pequeña ciudad de Qamishli, en el extremo más Nororiental de Siria, innumerables fogatas inundan las calles alimentadas con llantas viejas, basura y madera. Los jóvenes se agolpan a su alrededor, entonando enardecidos cantos nacionalistas. Pero el fervor es pasajero. Poco después llegan las tanquetas del ejército acompañadas de soldados que se encargan de apagar las hogueras y disipar a los presentes con potentes chorros de agua, golpeando y arrestando a los que se niegan a irse. El ambiente se caldea, se oyen disparos y gritos. La multitud corre enceguecida a encerrarse en sus casas.

Pero la mañana siguiente trae un olor diferente: es el aroma de la primavera. Desde temprano, cientos de familias se dirigen a las afueras de la ciudad, a las vastas planicies en donde un sol impoluto ilumina las praderas que poco a poco empiezan a llenarse de gente. Los ojos emocionados de los niños pegados contra el vidrio de los coches, los ancianos de rostros milenarios y tatuajes azules en los pómulos, las muchachas de ojos claros y pelo negro hasta la cintura, todos ellos adivinados a través del polvo que levantan los camiones, los buses y los taxis atestados de personas.

De repente me percato de que he llegado al comienzo de las estepas de Asia central, al extremo occidental de la milenaria ruta de la seda. Lo constato mientras camino a través de las grandes carpas donde las familias dejan pasar el día, los mayores tirados en inmensas alfombras de colores, los más chicos jugando a la pelota o corriendo a carcajadas por cultivos de trigo que se extienden hasta donde alcanza la vista. A lo lejos, las fronteras lejanas marcan la frontera con Turquía. Acá, el olor del kebab, el humo de los asados, difumina los colores en los vestidos de las mujeres: rosas, amarillos, azules y verdes, todos una sola y lúbrica amalgama de matices que contrasta con los dorados brocados iluminados por el sol de la incipiente primavera. Hombres de rostros arrugados y sonrientes, de trajes y corbatas raídas, me invitan a sentarme y me ponen un vaso de té en la mano. Cabras, burros y caballos pastan a su antojo, adornados todos con hilos y cintas de colores. Todo es risa, todo es sol. Hoy solo hay tiempo para la fiesta, para recibir un nuevo año y soñar con ese día en que la vida se entregue sin odio, sin represión, sin injusticia.

La mezquita omeya

Esa mezcla apabullante de credos y culturas, esa amplia amalgama de estilos artísticos, materiales y técnicas que es Siria, se combinan, se entrelazan, se complementan como en ningún otro sitio, en la gran mezquita omeya de Damasco. Lugar sagrado para todos los que han habitado allí desde tiempos remotos, fue templo al dios Hadad, señor del cielo y de la lluvia entre los arameos, templo a Júpiter bajo la égida romana, basílica de San Juan Bautista en tiempos bizantinos. El edificio que ahora se visita data del siglo VIII e.c., cuando el califa omeya Al Walid, ordenó su construcción sobre la iglesia que todavía utilizaba la comunidad cristiana de Damasco.

Comenzamos a caminar por el bazar de la hamidiya, una calle empedrada que desde la época romana conducía al templo de Jupiter y que ahora es un popular mercado del centro de la ciudad. En los diferentes almacenes se exhiben elegantes joyas, velos y alfombras, mientras que los vendedores ambulantes, apostados a ambos lados de la calle, derraman sobre sábanas y mantas cualquier variedad de baratijas chinas. Es una calle vital, desbordante de gente que se pasea en familia comiendo tradicionales helados de pistacho y almendras. La calle desemboca en una amplia explanada en donde se pueden ver, en primer plano, los restos de las colosales columnas que alguna vez dieron entrada al templo romano. Los vendedores se agolpan de las columnas ofreciendo ejemplares del Corán, rosarios, incienso. En frente, colosal, reposa la imponente mezquita. Tres minaretes la coronan, cada uno siguiendo un estilo arquitectónico diferente: uno de ellos es conocido como el minarete de Jesús y es leyenda que el día del juicio, desde allí mismo, bajará el nazareno a impartir justicia entre los mortales. No se trata en modo alguno de apostasía. Jesús es uno de los veinticinco profetas mencionados en el Corán y los musulmanes lo tienen en gran estima.

Adentro de la mezquita, el espectáculo es indescriptible. La sala de abluciones, un patio enorme de más de cincuenta metros por veinte de ancho, está rodeado por paredes decoradas en su totalidad por mosaicos de colores. En uno de los costados se aprecia la imagen de un Damasco antiguo, el curso del Barada dejándose llevar bajo puentes blancos, serpenteando a orillas de casas altas de piedra y árboles en los que cuelgan frutos frondosos. Muchas de las columnas que hoy en día sostienen las bóvedas exteriores del edificio pertenecieron en su época al antiguo templo romano y están rematadas en su cima por elaborados frisos, pero otras están hechas en mármol con variados mosaicos incrustados a la piedra.

Es viernes en la mañana, antes de la oración del medio día y la mezquita está llena a reventar. Casi todas las mujeres visten de negro, andan en grupos cargando niños o se sientan en grupos a lo largo de los espaciosos corredores que rodean el patio central. Ulemas impecablemente vestidos pasean sus enormes turbantes con aire docto mientras dirigen a los grupos de peregrinos iraníes que se agolpan en torno a la entrada del recinto sagrado en donde reposan los restos de la cabeza del Imam Hussein, nieto del profeta Muhammad y una de las principales figuras del Islam chií. Adentro, el féretro está recubierto con tela verde y con letras grabadas en hilos blancos y brillantes. Los fieles se agolpan en torno suyo, tocan los barrotes que los separan del mártir, insertan billetes y monedas, oran o lloran en silencio frente a uno de los íconos más emblemáticos de su fe.

De pronto, la llamada a la oración se expande como una mansa lluvia desde los tres minaretes. Algunos se acercan a la pila de abluciones, otros buscan un lugar apropiado para extender su alfombra en dirección a la Mecca y comienzan a orar. Contrario a lo que cabría pensarse, no hay silencio. Mientras un piadoso se arrodilla repitiendo entre murmullos alguna azora del Corán, familias enteras comen frutas entre risas y los niños persiguen ruidosas pelotas de colores. Un anciano ciego repite sin cesar el nombre de Alá y lleva la cuenta con un hermoso rosario de piedra verde. Una anciana descansa a su lado con la mirada perdida. A su lado, algunas monedas brillan sobre un pequeño pañuelo cuidadosamente dispuesto en el suelo. En el otro extremo del patio, un grupo de mujeres escucha a un hombre de barba larga que habla y gesticula moviendo el dedo índice, amenazante.

Adentro, en el edificio central que fue erigido sobre la antigua iglesia de San Juan Bautista, se lleva a cabo la jutba, el sermón semanal del Imam a los fieles. La totalidad del inmenso recinto está sostenido por columnas de mármol e iluminado por lámparas de cristal. Hombres de todas las edades y condiciones escuchan sentados o de rodillas las palabras del Imam, un anciano de barba blanca y turbante rojo y blanco que exhorta a los fieles, desde su alto estrado en la parte más alta del minbar, a recordar a Dios, a practicar la tolerancia, a la compasión, a la concordia.

Palmira

Llegamos a la cima de la colina poco antes del atardecer. Las ruinas de la antigua ciudad se veían a lo lejos como desordenadas piezas de un enorme y derrumbado edificio. Las columnas de piedra que, vistas de cerca aparecían abigarradas y monumentales, no eran desde allí más que liniecillas blancas esbozadas apenas sobre la árida superficie del valle. A nuestro alrededor, una cadena de montañas rocosas se alzaba, su contorno desdibujado por las lentas sombras de la tarde. Tras ellas, a lo lejos, la inacabable inmensidad del primer desierto, tierras desoladas de gente, pero pobladas de historias de las primeras civilizaciones del mundo. Sentíamos desde allí los trajinados vientos que asolaron a caldeos, asirios y babilonios, imaginábamos las inhóspitas vastedades que ya lo habían visto todo antes de que Palmira fuera ciudad y el centro comercial más importante al Este del imperio romano; salida y llegada de arrogantes caravanas, ciudad de excesos olvidados, de la que ahora solo quedan ruinas salpicadas por inconstantes manchas de palmeras y verdes pinos, el milagro que imprimen las aguas subterráneas en esta geografía salvaje e incolora.

Palmira nos mira impasible desde su lecho yerto, sus viejas piedras soportando erguidas el paso a la vez ufano e infantil de los hombres y sus gestas. Ha visto tanto que ya no se ocupa del paso del tiempo. Presenció inconmovible las luchas infecundas de romanos y partos, de seléucidas y bizantinos, todos buscando en vano el control de este puerto encallado en la vastedad de un océano de arena, esta encrucijada de imperios, hogar de curiosos sincretismos religiosos, siempre entre oriente y occidente, a medio camino entre la locura y la demencia.

Desde aquí, a esta hora de la tarde, es fácil dejarse llevar por la imaginación y reinventar a la reina Zenobia, mujer cuya belleza era, al parecer, tan solo inferior a su agudeza e ingenio militar,cuyas conquistas alcanzaron las fronteras del mismo Egipto, la líder que supo mantener a raya las huestes romanas antes de caer finalmente derrotada . Nada de eso ha perdurado. Desde la cima de esta pequeña colina, imaginando no lejos de aquí el cauce del Éufrates, de cara a esta región que dio comienzo a lo que hoy llamamos historia y que hoy no es más que un elocuente silencio, nos golpea con una fuerza especial la certeza de lo fugaz y accidental de nuestro paso por el mundo, de lo irrisorias que son nuestras empresas y preocupaciones.

Cae la noche y bajamos de la colina. Encontramos a unos pastores que regresan a casa guiando a sus ovejas y nos invitan a tomar té. Hablamos de la vida del campo, de las vicisitudes del clima, de la inveterada generosidad de los animales. Son gente humilde: trabajan la tierra bajo el sol y en la noche duermen cansados después de una cena modesta al calor del fuego. Sin embargo, algo en sus palabras, nos permitió intuir que comprenden mejor esa esencia elemental que le es tan esquiva al hombre moderno.

De Damasco a Meca

Sentado en la cima del monte Kassium, Muhammad, el profeta del Islam, observó extasiado los jardines del Ghouta, aquel oasis de ensueño que a los primeros musulmanes se les antojó como la premonición misma del jardín del edén, y decidió no bajar a la ciudad. Sabía que a los hombres no les está dado entrar al paraíso más de una vez y decidió esperar hasta el día de su muerte. Y es que Damasco es un jardín que parece florecer milagrosamente frente a un desierto que lame constantemente sus orillas con delicadas ráfagas de arena.

Lejos de allí, a casi mil cuatrocientos kilómetros en dirección al Sur, atravesando el desierto, se llega al lugar más sagrado de los musulmanes: la ciudad de Meca, en la Arabia de la dinastía Saud. Allí reposa la Kaaba, la estructura cúbica que para los musulmanes simboliza el centro del mundo y el polo espiritual de su fe. Por siglos, la gran caravana que salía cada año de Damasco, llevaba a los peregrinos luego de cuarenta días de fatigosa travesía, a los lugares santos que los musulmanes deben visitar por lo menos una vez en la vida. Gentes del Este y del Oeste, turcos y árabes, kurdos, tayikos, persas y uzbekos, se daban cita en Damasco para abastecerse y ultimar los detalles en las semanas previas al gran viaje. El clamor de tantas y tan variadas lenguas nunca logró sorprender a esta ciudad, acostumbrada desde siempre a ser un cruce de caminos. Asirios, babilonios, griegos y romanos trasegaron antes estas tierras que hasta hoy conservan los restos de sus imperios y conquistas. Ese crepitar de gentes y culturas, esa variedad de razas y colores adquiere una dimensión casi tangible cuando se camina por la ciudad vieja, en donde todavía se aprecian, a grandes rasgos, los trazados de la ciudad romana sobre los que se superpone el intrincado urbanismo de la urbe musulmana.

Cada año, la caravana salía de la ciudad acompañada de gran pompa y festejos. Encabezaba el enorme desfile de peregrinos un palanquín de madera, conocido con el nombre de Mahmal, el cual iba cargado por un camello finamente ataviado, y cuya finalidad consistía en cargar una copia enorme del Corán como símbolo de la unidad entre el poder civil y religioso en el Islam. El carácter sagrado de la travesía no impedía que a cada momento los viajeros corrieran peligro de ser atacados por pandillas de bandidos. Por eso, las caravanas contaban con un nutrido cuerpo de vigilancia que se encargaba de la seguridad de los peregrinos, además de la de los jueces, notarios, médicos, cocineros y demás oficiales que acompañaban a la comitiva. Era una especie de ciudad en movimiento que, motivada por la fe, se arrastraba penosamente por las inhóspitas tierras del Hijaz, avanzando lentamente en las noches y acampando en los días en cercanías a los oasis que se sucedían a lo largo del camino.

La caravana llegó a su fin cuando en 1908, luego de ocho años de construcción, los oficiales del imperio otomano terminaron la construcción del ferrocarril que uniría a las ciudades de Damasco y Medina. La línea férrea seguía, según el deseo expreso de su ingeniero, la misma ruta que durante siglos trasegaron millones de peregrinos.

Bosra

Hay algo mágico en la pequeña ciudad de Bosra, algo que escapa a primera vista y que va más allá del encanto que guarda su teatro romano, emblema de la ciudad y uno de los mejor preservados de la antigüedad. En el siglo XII, Saladino construyó a su alrededor altas murallas para defender a la ciudad de los cruzados y que, desde lejos, hacen pensar que en lugar de un teatro se trata de una impenetrable fortaleza para vigilar la extensa y verde sabana que rodea al pueblo. Su interior, sin embargo, está casi intacto y permite sumergirse de lleno en los fastuosos días del imperio de los césares. Desde sus altas gradas vuelven a resonar, hoy como siempre, los versos adustos de los personajes en las tragedias de Séneca, el eco de las risas que despertaban en el público las comedias de Plauto.

Una vez fuera del teatro y superado el estupor inicial, una segunda mirada permite adentrarse en los restos de la antigua ciudad romana, un entramado completo de calles y edificios que hoy en día siguen siendo habitados por los lugareños. Construidas en negro basalto, perdidas entre sus callejuelas y medio carcomidas por la maleza, se encuentran edificaciones de una importancia histórica singular, como la mezquita de Omar, a la que se llega bajando por el cardo, poco después de los antiguos baños romanos, una de las más antiguas del mundo y de las pocas que aún conservan el trazado original que seguían las primeras mezquitas del Islam. Un poco más al Este, se hallan las ruinas del monasterio cristiano en donde, según la leyenda, un monje de nombre Bahira reveló a Muhammad su futura misión como profeta de la religión de Alá. Estas reliquias se alzan confusas en medio de la urbe, entremezcladas con las viviendas de gente humilde, de las que salen niños sonrientes pidiendo dulces o lápices. En eso radica el discreto encanto de Bosra: una pequeña aldea que ha sabido vivir sin alterar su pasado. Estas antiguas piedras les pertenecen y lo saben, pero durante siglos las han habitado con una reverencia que sólo poseen quienes tienen perfecta conciencia de su valor y del lugar que ellas ocupan en la historia.

Sayyeda Ruqayya

El mausoleo de Sayyyida Ruqayya en la ciudad vieja de Damasco es quizá uno de los monumentos más hermosos del Islam chií en Siria. Fue construido hace poco con fondos de la comunidad chía, siguiendo los trazos de la suntuosa arquitectura iraní. Ruqayya era la hija menor de Hussein, el hijo de Ali y nieto del profeta, que murió luego de llegar a Damasco después de la calamitosa derrota de las fuerzas leales a su padre a manos del naciente ejército omeya. Al igual que su padre, su memoria tiene un especial significado para todos los seguidores de la chía.

En los muros exteriores, azulejos con fragmentos del Corán escritos en blanca caligrafía nasj, (una de las más utilizadas en mezquitas y mausoleos), contrastan con el color turquesa de la cerámica del fondo. El domo, blanco y dorado se adivina achatado y robusto a lo lejos. Adentro, el panorama es sobrecogedor. Los techos están adornados en su totalidad por fragmentos de vidrio y espejos, todo en una delicada mezcla de tonos de azules, blancos y dorados. En las esquinas y en las bóvedas, brillantes muqarnas se adhieren a las paredes en dirección a la cúpula intensificando el tránsito a la noción de espacio divino. La luz de las lámparas se refleja en los cristales creando los más enrevesados juegos de luces e impregnándolo todo de un aura sagrada y lumínica.

En la nave izquierda del templo está la tumba de Ruqayya. Los fieles se congregan, las mujeres de un lado, los hombres del otro, separados en todo momento por una alta cortina. El féretro es grande, con la superficie hecha de oro y plata. En los barrotes, también de plata, la gente amarra pequeñas cintas de tela verde, el color sagrado del Islam, para suplicar la intercesión benefactora de la mártir. Una luz verde ilumina el interior del féretro. Arriba, en el techo, una gran cúpula se alza majestuosa sobre la tumba. Los fieles tocan la tumba y se acarician luego el pecho y la cara, seguros de alcanzar con ello la baraka, o bendición de la mártir. Muchos leen copias del Corán que están disponibles en pequeñas repisas dispuestas en varios lugares de la mezquita, otros toman pequeñas lozas de arcilla sobre las cuales ponen la cabeza en el momento de la oración, pero en todos, sin excepción, hay un aire de solemnidad y de respeto que no es fácil encontrar en otros lugares. Es la luz de la fe, ese fuego interno que los lleva por momentos más allá de ellos mismos y los sumerge en un verdadero entusiasmo.
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