viernes, 21 de octubre de 2011

Serengeti

El Serengeti es una vasta y árida planicie, salpicada de acacias y arbustos ocasionales, que se extiende como un tapiz desde el norte de Tanzania hasta el sur de Kenia. Catalogado como el más grande hábitat para la vida salvaje en el mundo, en sus más de 30.000 kilómetros cuadrados vive una enorme variedad de animales: elefantes, jirafas, ñus, cebras, hipopótamos, cocodrilos, monos, gacelas, rinocerontes, leones, chitas, búfalos, jabalíes, avestruces, hienas, flamencos y leopardos, entre otros.

En la lengua maasai, Serengeti significa lugar infinito y no es difícil entender por qué. Desde las altas laderas del cráter Ngorongoro, observamos como las planicies llegan hasta donde alcanza la mirada. En ningún lugar he visto atardeceres similares. Soles enormes, rojos e incandescentes se adueñan por horas del paisaje. Regalan esa luz taciturna del ocaso y todo lo impregnan de un aura cetrina.

Los Maasai, habitantes de estos desolados parajes, son gente de una belleza singular. Altos, delgados, fuertes, suelen vestir una shuka, o toga de colores vivos y se les ve caminar a menudo solitarios, aferrados a un báculo, sin más compañía que el viento y el silencio. A pesar de los esfuerzos de los gobiernos por sedentarizarlos, la mayoría continúa llevando una vida nómada. Son pastores y el ganado es parte fundamental, no solo de su dieta, sino también de su mitología. Monoteístas, hijos elegidos del dios supremo Enkai, recibieron de éste el regalo del ganado y su usufructo desde el principio de los tiempos.  

Estamos en el valle del Rif, una inmensa fractura geológica que se extiende desde Jordania hasta Mozambique produciendo paisajes que reinventan el significado de la palabra asombro. Bajamos por la ladera de la montaña en un jeep  y de repente, de la nada, estamos rodeados de niños. Todos visten de colores vivos, llevan la cabeza rasurada y algunos de ellos cargan pequeños cabritos. Quieren que les tomemos fotos a cambio de dinero. Las precarias condiciones de vida y el constante flujo de turistas los han acostumbrado a ello. Nos invitan a su aldea y señalan un pequeño poblado de casas bajas cercado por bardas circulares hechas de ramas y chamizos secos.

Seguimos nuestro camino y una hora después llegamos a la garganta de Olvduvai. Desde un mirador cercano apreciamos la totalidad del valle que ha sido llamado la cuna de la humanidad, pues allí los paleontólogos Louis y Marie Leakey descubrieron los fósiles más antiguos del homo habilis, que datan de aproximadamente 2 millones de años. ¿Cuántos secretos permanecen aún ocultos en este valle en el que durante milenios habitaron nuestros más lejanos ancestros?

A media tarde entramos finalmente en el parque natural del Serengeti. Dos chitas nos dan la bienvenida bostezando adormiladas a la sombra de un árbol. Nos sorprende la cantidad de ñus y de cebras que vemos a lado y lado del camino. No es gratuito. Están preparándose para la gigantesca migración que, cada año, entre los meses de enero y marzo, deben hacer de sur a norte, en busca de agua y mejores tierras. Lejos de allí, en cercanías al río Mara, jaurías de leones y cocodrilos los esperan ansiosos. Muchos de ellos morirán cruzando el río, ahogados o devorados por las fieras. Pero ya habrá tiempo para pensar en eso. Por ahora se les ve rumiar tranquilos, mirándonos con ojos cansados y exentos de sorpresa.

Más allá encontramos un grupo singular. Tres leonas hembras y un macho caminan lentamente a través de los altos pastizales. Nuestro guía lleva toda una vida observando a estos animales y sabe que algo está por suceder. Apaga el motor del carro y nos ordena guardar silencio. El macho pasa al lado de nosotros y un poco más adelante se echa sobre el pasto, mientras las hembras se dividen y se pierden entre la hierba. Cerca de allí, unas gacelas pastan desapercibidas. Las leonas se mueven con sumo sigilo, se detienen, observan. No hay prisa. Desde la capota del carro, aferrados a nuestros binóculos, aguardamos lo inevitable. Entonces, un ruido súbito nos sorprende. Sólo alcanzamos a ver a las gacelas huyendo, el salto rapaz de una leona, el zarpazo fugaz de otra. La cacería ha concluido. Las hembras llevarán la presa al macho para que éste escoja la mejor parte de la carne. Ellas comerán luego.

Atardece. Un viento tibio trae el aroma de la hierba seca. A lo lejos, el sol parece querer abarcar al cielo.    

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