Enclavado en el occidente del país y con más de tres mil quinientos kilómetros cuadrados de extensión, Tana es el lago más grande de Etiopía y un lugar sagrado desde tiempos inmemoriales. Islas tupidas se yerguen en la lejanía, tapizadas de verde hasta las cimas, sus bosques esconden algunos de los más importantes monasterios e iglesias del rito etíope, muchos de ellos con más de setecientos años de antigüedad. A este lago, dice una de tantas leyendas, llegó por primera vez el Arca de la Alianza, cuando una pequeña comunidad judía que huía de la persecución en Egipto la transportó desde Aswán, río arriba, a través del Nilo Azul, hasta llegar al gran lago. En la isla de Tana Kirkos, sigue la leyenda, el arca permaneció escondida por ochocientos años hasta que fue trasladada a la ciudad de Axum, donde se cree que aún reposa, en la iglesia de Nuestra señora María de Sión, custodiada por un sacerdote viejo y ciego.
Tomamos un pequeño bote para ir a las islas y mientras los motores avanzan río adentro, hipopótamos desmesurados nos saludan con las cabezas sumergidas en el agua, pelícanos extienden las alas y se dejan arrastrar por las olas, indolentes. Una vez en el muelle, es preciso caminar unos minutos tierra adentro, pues las iglesias suelen estar en las partes más elevadas de las islas. Allí, la vegetación es abundante y colorida: los pájaros vuelan emitiendo extraños sonidos, mientras lagartijas e insectos salen a curiosear. Los niños de las islas vecinas venden cruces y otros recuerdos a lo largo del camino. Al poco tiempo vemos, en un terreno alto y despejado, el techo de paja de la iglesia y lo primero en sorprendernos es su estructura circular. Preguntamos a todo el mundo, pero nadie puede determinar con certeza el origen de esta práctica: unos explican que su forma retiene elementos de la antigua simbología animista, otros lo asocian con prácticas de un judaísmo primitivo y endémico de Etiopía. En fin, nada concluyente.
La iglesia ha sido dividida en tres recintos concéntricos. En el primero de ellos, el más exterior, las paredes están cubiertas de murales con imágenes de Cristo, de San Jorge matando desde su caballo al dragón, o de la virgen María, por quien los etíopes sienten una especial devoción. Las pinturas llevan amarillos y verdes y azules vivos; en los ojos de los santos se percibe una fuerte influencia del arte copto y bizantino.
El sacerdote recita la misa en el segundo recinto, siempre de pie y dando la espalda al Sancta Sanctorum: un habitáculo oscuro y preñado de incienso, donde se guarda el elemento más importante del templo: una réplica del Arca de la Alianza. Es increíble constatar cómo este objeto cumple, hoy, en la iglesia cristiana etíope, una función similar a la que tuvo, hace miles de años en la tradición judía, cuando era adorada por sobre todas las cosas, en el Sancta Sanctorum del templo de Salomón en Jerusalén.
El padre Tadesse es el sacerdote encargado de esta iglesia. Es un hombre alto y delgado, lleva el cráneo rasurado y viste una bata blanca que baja casi hasta los talones. Camina descalzo por los pisos de bambú, mientras nos cuenta la historia de San Tekle Haymanot, quien perdió una pierna a fuerza de pasar siete años orando sostenido sobre ella. Nos explica la compleja simbología que esconden las cruces grabadas en el cetro que lleva en la mano y luego nos cuenta apartes de la singular historia de su religión, similar al cristianismo copto egipcio, pero con fuertes influencias judías y animistas. Mientras damos una última mirada a los murales, el sacerdote nos pide el favor de que le enviemos un par de zapatos talla cuarenta y dos.
Salimos de la iglesia atraídos por el sonido de un tambor. En un quiosco cercano los niños de la aldea reciben educación religiosa. Sentados en círculo en un piso de arena, baten palmas al ritmo de la música y repiten con su maestra viejas canciones, canciones que alguna vez aprendieron sus padres y los padres de sus padres.