El Mekong es uno de los ríos más vastos de Asia. Buscando siempre el mar, se desgaja desde las frías estepas tibetanas, serpenteando a través de la difícil geografía de la Península Indochina. Es un río imponente, un caudal de aguas testarudas y hostiles, plagado de rápidos y cataratas que en muchos tramos hacen la navegación imposible. Pero en el Delta, toda esa fuerza contenida durante miles de kilómetros, revienta en una multitud de vertientes y canales en donde el agua se vuelve taciturna y dócil, un remanso en cuyas orillas se adivina la vida cotidiana de los habitantes de la región, en su mayoría pescadores y campesinos que se dejan arrastrar por pequeñas canoas o pasan sus tardes reparando las redes de pesca a la sombra de un árbol. Los niños se bañan desnudos en el río mientras las madres lavan la ropa o cocinan bajo sombreros cónicos que las resguardan del sol.
Las casas, construidas sobre palafitos para soportar las constantes crecidas del río, suelen ser de madera y zinc. Un verde lúbrico inunda los espacios de las riveras en las que aún no se amontonan, una sobre otra, improvisadas viviendas. Dos o tres veces por semana, los comerciantes (en su mayoría mujeres), se reúnen en los mercados flotantes para intercambiar sus coloridas mercancías: rambutanes y lichis de sabor rojo y pelo encendido, enormes yacas de frutos dulzones y robustos, mangostinos de piel oscura, corazón blanco y el sabor más parecido al paraíso.
Las casas, construidas sobre palafitos para soportar las constantes crecidas del río, suelen ser de madera y zinc. Un verde lúbrico inunda los espacios de las riveras en las que aún no se amontonan, una sobre otra, improvisadas viviendas. Dos o tres veces por semana, los comerciantes (en su mayoría mujeres), se reúnen en los mercados flotantes para intercambiar sus coloridas mercancías: rambutanes y lichis de sabor rojo y pelo encendido, enormes yacas de frutos dulzones y robustos, mangostinos de piel oscura, corazón blanco y el sabor más parecido al paraíso.
Estamos en el pequeño pueblo de Chau Doc, en la parte más meridional de Vietnam, justo en medio del Delta del Mekong. Un ferry nos lleva hasta la isla de An Giang en donde vive una pequeña comunidad musulmana.
En cuanto atracamos en el muelle, la algarabía de motos y bicicletas que esperaban en la plataforma reanuda su marcha. Tomamos las bicicletas y cruzamos el puente en medio del frenesí que se apodera de la aldea y que se disipa poco a poco, conforme la gente se pierde por entre callejuelas y caminos alternos. En abril de 1978, el Khmer Rouge penetró en territorio vietnamita y perpetró allí una cruenta masacre. Más de tres mil personas murieron ese día, entre mujeres, hombres y niños. Este hecho motivó la invasión de Kampuchea y el posterior control de toda la región por parte de fuerzas vietnamitas. Hoy en día, fuera de las calaveras que se amontonan en una pagoda, todo parece desmentir las atrocidades del pasado. La gente sonríe al vernos pasar, los campos de arroz se extienden en la distancia, el río pasa tranquilo bajo puentes de madera y coloridos templos en honor a la Diosa del Mar o a Ho Chi Minh.
El Islam es una religión minoritaria en la Península Indochina. Quienes lo practican pertenecen a la etnia Cham y habitan fundamentalmente en Vietnam y Camboya. Al parecer, fueron comerciantes musulmanes quienes llevaron la fe de Mahoma hasta sus costas alrededor del siglo XII e.c. Nos es fácil encontrar la mezquita del pueblo, pues se trata de una gran estructura blanca con ornamentos verdes y un alto minarete. Algunos hombres vestidos de blanco y con sombreros musulmanes conversan animadamente a la entrada. Uno de ellos se acerca en cuanto nos ve y nos invita a entrar. Es el Imam y habla bien el inglés. Nos lleva a recorrer la mezquita mientras habla un poco de su comunidad. Los Cham son suníes, pero su aislamiento del resto de la comunidad islámica ha hecho que sus rituales se impregnen de creencias propias de otras religiones. Nos conduce al interior de la mezquita, en donde un anciano de turbante blanco y enormes lentes lee el Corán en silencio. A pesar de lo precarias de las condiciones de la aldea, el interior del templo es elegante. Altas columnas adornadas con pequeños baldocines verdes y blancos sostienen unas cúpulas traslucidas que iluminan la sala generosamente. Mosaicos de colores tapizan dos mihrabs centrales, así como las demás paredes del recinto. Fragmentos del Corán escritos en delicada caligrafía adornan la parte alta de la qibla. Las baldosas en el piso forman enrevesadas y coloridas figuras geométricas.
Salimos a un jardín lateral. El Imam explica que se trata de un cementerio. Conforme nos acercamos empezamos a ver las lápidas. Algunas de ellas están escritas en árabe, otras en la lengua propia de la aldea: el nombre del difunto, el nombre de su padre, la fecha del deceso. Una algarabía de niños apaga de repente las palabras del Imam. Vienen a clase, se disculpa un momento con una sonrisa. Los vemos correr cerca de las tumbas, persiguiéndose entre risas, ajenos a la muerte y eternos.