Hoy en día la ciudad se llama Ho Chi Minh, un último honor al comandandate de las guerrillas que reconquistaron al país y expulsaron finalmente a los ejércitos norteamericanos después de quince años de guerra. Pero Saigón, su antiguo nombre, sigue aferrado a la memoria de la gente.
Saigón…
Una palabra mágica
Saigón…
Tan sólo pronunciarla hace pensar en traficantes de opio, en guerras mercenarias, en oscuros burdeles donde prostitutas impúberes afrontan el tedio de cada noche con ojos alargados y tristes. Durante más de un siglo ha sido el más grande puerto comercial del sudeste asiático y el principal motor de la economía vietnamita, una de las más dinámicas del continente. Capital de los territorios franceses de Indochina, Saigón ha vivido el esplendor y la decadencia de toda urbe de espíritu desenfadado y libertino. Fiel a su consigna portuaria, Saigón es todas las ciudades y es ninguna. Exhibe un frenesí desbordado, una vitalidad que a primera vista pareciera excesiva, pero que en realidad esconde una voluntad de olvido, el deseo de perderse a sí misma a fuerza de encontrarse en los espejos de otros.
Después de un viaje de media hora por las calles de la ciudad, las motos que han oficiado como taxis desde la estación de autobuses se detienen de repente. Acabamos de tener una idea del tráfico demencial que la sacude, esa jauría de motocicletas que rugen en todas las direcciones posibles desafiando las más elementales leyes de la lógica.
Estamos en el centro, me dice el chofer cuando le devuelvo el casco. Pagamos lo convenido, tomamos nuestras maletas y nos vamos a buscar un lugar donde dormir. El precio de los hoteles excede el de nuestro presupuesto. Un hombre se nos acerca y nos dice en voz baja que podemos encontrar una mejor oferta en una casa de familia. Accedemos y nos dejamos conducir hasta un barrio modesto de callejuelas irregulares en donde la gente vive con las puertas abiertas, ajenos a cualquier voluntad de intimidad. Una madre baña a un niño en una pequeña palangana, otra mujer cocina la cena, un grupo de hombres juega cartas en el piso. La gente pasa caminando o en bicicleta por entre improvisados puestos de comida y tiendas pobremente surtidas. El piso es de cemento y aún está húmedo por la lluvia reciente. Huele a pescado, a frituras, a menta. Hace calor. Los niños juegan en la calle mientras los ancianos ven pasar la tarde desde sus mecedoras.
Estamos en el centro, me dice el chofer cuando le devuelvo el casco. Pagamos lo convenido, tomamos nuestras maletas y nos vamos a buscar un lugar donde dormir. El precio de los hoteles excede el de nuestro presupuesto. Un hombre se nos acerca y nos dice en voz baja que podemos encontrar una mejor oferta en una casa de familia. Accedemos y nos dejamos conducir hasta un barrio modesto de callejuelas irregulares en donde la gente vive con las puertas abiertas, ajenos a cualquier voluntad de intimidad. Una madre baña a un niño en una pequeña palangana, otra mujer cocina la cena, un grupo de hombres juega cartas en el piso. La gente pasa caminando o en bicicleta por entre improvisados puestos de comida y tiendas pobremente surtidas. El piso es de cemento y aún está húmedo por la lluvia reciente. Huele a pescado, a frituras, a menta. Hace calor. Los niños juegan en la calle mientras los ancianos ven pasar la tarde desde sus mecedoras.
Llegamos a la casa. El hombre discute con una mujer en vietnamita. Ella nos mira de pies a cabeza, luego nos invita a pasar. Nos quitamos los zapatos y tenemos que agacharnos un poco para entrar. El interior es estrecho y está lleno de muebles y enseres. Un perrito nos ladra desde el regazo de un niño que ve televisión y no se molesta en mirarnos. Atravesamos una diminuta cocina antes de subir por las escaleras, cuatro pisos, hasta la terraza donde está la habitación. Desde allí puede verse gran parte de la ciudad: las calles siempre atestadas, la ropa colgando en los balcones, la incesante voz de los televisores. Pero desde allí toda esa algarabía es ajena. La mirada se extiende hasta donde el mar se hace infinito; Cerca de aquí, el caudaloso aliento del Mekong se derrama sobre el Mar de China, desde siempre. El viento moldea las nubes con la gracia extravagante de los atardeceres. Decidimos quedarnos.
Es sin duda una ciudad cifrada por la memoria literaria. Porque decir Saigón es decir también El amante o El americano impasible. Pero la ciudad que describen y pueblan los personajes de Marguerite Duras y Graham Green es muy distinta a la que hoy nos recibe. La urbe de hoy es caótica, febril, insaciable. Una ciudad que muestra sin pudor sus cicatrices de guerra, que las exhibe casi con orgullo. Francia y Estados Unidos, cada uno en su momento, invadieron Vietnam y sometieron a su pueblo a condiciones de vida infrahumanas. Sus acciones cobraron la vida de cientos de miles de personas y dejaron secuelas que hasta hoy continúan.
El surco de sangre y dolor que trajo el hombre blanco aún marca el semblante de los vietnamitas. Es un pueblo seco, endurecido por los avatares de su historia reciente. Rara vez ríen y cuando lo hacen parecen reprocharse a sí mismos tanta ligereza. No hay ternura en sus ojos. Hay, franqueza y fuerza y dolor.
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