viernes, 4 de septiembre de 2009

El verano

En los días de agosto, cuando el verano alcanza su clímax, el calor  abrasa la ciudad y hace el movimiento imposible. La temperatura comienza a caldear desde la mañana y cuando, al medio día, la urbe traspira exhausta, la gente regresa a  casa y se deja caer en largas siestas, abandonándose a sueños densos de sudor y polvo. Son momentos en los que sólo cabe el hastío. El sol se yergue en el cielo y apaga el viento con su mudo aliento de fuego.
Tomo el metro a esas horas y padezco el rigor incandescente del clima en medio de una fauna diversa y feroz que se agolpa sudorosa en los vagones cercando puertas y ventanas, oyendo impasible el chillido de los frenos cada que el tren se detiene. A través de los vidrios empolvados veo barrios de tugurios que florecen en medio de la ciudad  como jardines marchitos. Niños sucios y joviales asoman sus cabezas desde ventanas diminutas, juegan con palos en callejones inundados de basura o patean con fervor un balón desinflado. Del otro lado está la calle, su avalancha de conductores enceguecidos. Pero más allá, como una visión epifánica, la cadencia minuciosa del Nilo, las felucas lamiendo con su quilla las lentas olas de plata.
Cae la tarde cae cuando la llamada a la oración, a través de altavoces omnipresentes, recuerda por cuarta vez a los fieles sus deberes con Dios. El muecín eleva su canto más allá del bullicio cotidiano y busca alcanzar la gracia divina mediante melodías, en ocasiones delicadas, en otras nasales y rotundas. Paso por una mezquita y veo la fila ordenada de cuerpos inclinados rezando a Alá en la vasta lengua del desierto. Más adelante, una pareja de novios  habla a media voz, se pasea de la mano por la rivera del Nilo, perdiéndose entre la multitud que empieza a salir a las calles seducida por un viento fresco que disipa el sopor del día. Familias numerosas llenan los parques, y los jóvenes, riendo a carcajadas, caminan en grupos, fieles a la condición vital y gregaria de su estirpe. Curiosos y turistas, apostados en algún puente, siguen el curso de Nilo, el eco de su corriente en los altos rascacielos. Los coches inundan las calles, sus radios repitiendo, con ensordecedora insistencia, las mismas canciones de moda.
Cuando regreso a casa, poco antes del amanecer, veo como a un mensajero del alba, a un anciano vestido de blanco que pasa en su bicicleta por la callejuela vacía. La bruma tersa de la madrugada emerge del río, restituyendo a los viejos templos y edificios la marcial reverencia que en otro tiempo imponían. Las luces macilentas de los cafés iluminan todavía la silueta de hombres que juegan  tawla rodeados por el olor denso y azul del narguile, un humo cansado que tarda en dispersarse y los sumerge en el aura etérea similar al sueño. Las primeras luces de la mañana anuncian lo que llegará con el día: el ruido lejano del tráfico llenando ya las avenidas, las diligentes madrazas con sus huestes de niños memorizando el libro sagrado, la diligencia febril de los trabajadores a cambio de un salario miserable. Comienza el día. El sol se yergue redondo en la distancia.

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