Hubo un tiempo en que el imperio mogol dominaba el norte de la India, desde las selvas de Bengala hasta las montañas de Paquistán y extendía su poder hasta las lejanas provincias del Deccan. Un reino poderoso y esplendido que heredó el rico bagaje cultural persa y supo combinarlo con las viejas tradiciones indostánicas. En el ápice de su esplendor cultural, vivió un Sultán sabio y culto, que gobernó rodeado por asesores de diversos orígenes y credos: su nombre era Akbar, “el más grande”, y su extenso reinado de casi cincuenta años es recordado como una de las épocas más brillantes en la historia de la India.
Fatehpur Sikri es el nombre de la ciudad real que Akbar construyó, a las afueras de Agra, en el siglo XVI, sobre un promontorio desde donde se alcanza a ver una vasta planicie. Cuenta la leyenda que allí mismo el soberano fue a consultar al sabio sufí Shaij Salim Chisti, quien profetizó el próximo nacimiento de un hijo varón heredero del trono. Poco después nació el niño y Akbar, agradecido, mandó a construir, en el lugar de la profecía, la que por algunos años sería la capital del imperio más poderoso de la India.
Lo primero que se alcanza a ver en la lejanía, a través de árboles frondosos y distantes, es la fachada de la mezquita, construida en arenisca roja, al mismo estilo de la Jama Masjid en Delhi. Dos altos y blancos minaretes coronan su cielo. La fina caligrafía grabada en la enorme puerta de entrada conmemora las victorias de Akbar en la provincia de Gujarat y da paso a una gran explanada en donde los fieles se amontonan para hacer sus abluciones en la fuente central, caminar por sus corredores o descansar del agotador sol vespertino. Al fondo del patio central de la mezquita está la tumba del famoso santo Chisti, quien todavía hoy es adorado por la población musulmana de la India. Cada año, por el mes de Julio, miles y miles de peregrinos de todo el país llegan hasta aquí con sus peticiones y promesas. Buses vestidos con banderas verdes en los que se lee en letras doradas las palabras sagradas del Corán se agolpan a la entrada del lugar. La gente soporta el calor en silencio y se asoma ansiosa a través de las pequeñas ventanas antes de bajar y emprender caminando el último tramo del trayecto que lleva a la tumba del santo. Los hombres visten de blanco, las mujeres de negro con los rostros cubiertos. Grupos de niños con sombreros blancos ceñidos al cráneo suben por las escalinatas abarrotadas de mendigos que alzan sin convicción sus manos implorantes. Los fieles llegan hasta la tumba que huele a excrementos de murciélago. Rezan en silencio, y dan unas monedas a un sheij que repite una otra vez, con monótono acento, las mismas letanías mientras empuja a la gente para que entre y salga regularmente, para que nadie se quede más de lo debido. Son muchos los peregrinos y en el pequeño recinto no hay espacio para todos.
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