lunes, 8 de marzo de 2010

Puja en los ghatts


En las tardes, antes del último sol, la gente se aglomera en los ghatts, escalinatas coloridas que bajan hasta las orillas del Ganges, en donde los fieles hacen sus ceremonias rituales al río. Pequeños platos trenzados con hojas y adornados con flores llevan una pequeña vela encendida y un palillo de incienso que va dejando a su paso un hálito gris y difuso. La gente los deja ir, corriente abajo, como ofrenda. Entonces el río, vestido de flores, recibe las plegarias de los fieles a Shiva, dios del tridente dorado, señor de la de la destrucción, lingam de la fertilidad, perpetuador el ciclo de la vida, conductor del ritmo del cosmos, principio de cuya fuente emerge el Ganges sagrado.

Los platitos de las ofrendas incendian por momentos el cauce del río y se van perdiendo lentamente en su vientre como chispazos de luz en el vacío. Arriba, una luna casi llena emerge amarilla tras las montañas cercanas y observa en silencio la llegada de la noche. Un grupo de niños, las cabezas rasuradas, los rostros morenos, llega al ghatt vistiendo kurtas amarillas sobre unos pantalones blancos y se sienta en torno a una pira de fuego que poco antes, un sacerdote de largas trenzas se ha encargado de encender. Alrededor se congregan los fieles. Ancianas de rostros brillantes cantan himnos shivaítas, un joven vestido de blanco pasa extático por entre los asistentes levantando los brazos y batiendo palmas al ritmo del rezo. El sacerdote empieza a cantar y veo a mi alrededor el rostro emocionado de los fieles. Una mujer de sonrisa rebosante canta con los ojos cerrados, algunos niños juegan en el río y salpican de agua a los viejos que los miran con ternura. De pronto, un policía emerge de en medio de la multitud con un niño en brazos. Se arrodilla junto al río, moja con sus aguas la cabeza del bebé y se lo entrega luego a la que parece ser su madre. Más allá de la orilla, casi en medio del río, una estructura de cemento sostiene la figura enorme del dios Shiva sentado en posición de loto. Un reflector ilumina su silueta blanca creando un bello contraste con la sombra de río a sus espaldas. Vuelvo la mirada: el sacerdote levanta las manos, los fieles aplauden y cantan como solo pueden hacerlo quienes tienen la certeza de ser escuchados por los dioses.

Benarés

Muchas ciudades se disputan el privilegio de ser los centros urbanos continuamente habitados más antiguos del mundo. Lugares como Jerusalén, Damasco o Alepo, que desde hace más de cinco milenios han sido testigos del constante trasegar de gentes y culturas: pero en ninguna de ellas se respira tan hondo el peso de los años como en Benarés. Y es que quizá no haya otro lugar en el mundo en donde la decrepitud y la muerte se fusionen de manera tan cabal con la belleza y la vida como en esta antiquísima ciudad sagrada para el hinduismo, que se conoce hoy en día con el nombre de Varanasi. Aquí, la sombra de un tiempo mítico refleja en las aguas del Ganges las más variadas formas del hastío. Una esencia anterior al tiempo y a sus gestas emana de los edificios que languidecen a sus orillas. El Ganges mismo, que más al Norte se desgaja furioso atravesando los Himalayas como movido por una fuerza ancestral y primitiva, aquí se derrama apacible por la inagotable sabana, se acopla a ese tedio ancestral, a esa negación de la acción en sí misma, quizá el acto más cercano a lo sagrado. En Benarés, lo hermoso y lo horrendo se superponen en una amalgama perfecta, pues es la suya una sustancia que rebasa los límites de lo bello y abraza gustosa lo contradictorio. Mujeres de negras trenzas extienden al sol una danza de saris de colores, sedas que tapizan intermitentes los excrementos y difuminan por momentos el olor cobrizo de la orina. Feligreses de todos los lugares de la India vienen hasta aquí para quemar a sus muertos y recibir la bendición de la diosa del río, esa que ha visto el esplendor y la decadencia de tantas dinastías, aquella que surge de la larga cabellera del dios Shiva para lavar con sus aguas los pecados de los hombres. Las personas se sumergen en el agua sucia sin prestar atención a la basura que se acumula a orillas de los ghatts, nadan junto al cadáver de alguna vaca muerta, hacen sus abluciones, oran en silencio, lavan su ropa y beben con reverencia de las aguas sagradas e inmundas del río. Pequeños barcos de remos pasan llevando a extranjeros atónitos que quieren fotografiarlo todo. Cerca de los templos, hombres raquíticos y sucios venden flores de colores en improvisadas tiendas. Espantan las moscas con un periódico viejo mientras sostienen en la otra una taza humeante de chai.
Ciudad adentro, ancianos de mil procedencias deambulan como espectros por callejuelas sucias y enlodadas. Hombres y mujeres, tan viejos como el mundo mismo, que buscan alcanzar el mokhs, la liberación de la incesante cadena de reencarnaciones a la que está sujeta el alma humana, y que, gracias a un privilegio especial de los dioses, obtiene todo aquel que muere en Benarés. Muchos pasan sus días cerca de los ghatts, acostados en viejas esteras de plástico, los hombres fumando en silencio, las mujeres sacándose piojos o haciéndose trenzas entre ellas, todos esperando la morosa llegada de la muerte.

Camino por una pequeña callejuela de casas humildes e intento adivinar la intimidad de los hogares a través de las sombras reflejadas en la penumbra de los zaguanes. Desde uno de ellos una mujer me saluda con una sonrisa. Lleva un velo rosado y de su nariz cuelga un arete redondo y brillante. Sumerge los dedos en un plato de arroz, toma un poco, lo amasa con cuidado y luego lo introduce en la boca de un niño desnudo que está de pie a su lado y me mira con la curiosidad desvergonzada de los niños. Tiene los ojos pintados con Khol para evitar el mal de ojo y un lleva un punto rojo dibujado en medio de la frente. Un poco más adelante, en la misma acera, una anciana de piel morena y sari violeta mira al vacío con ojos arrugados y azules. Es quizá el rostro más triste que he visto en la vida.

Hemkund Sahib

A 4.300 mts de altura sobre el nivel del mar, al abrigo de los altos nevados de los Himalayas, descansa, frío y sereno, en el lago sagrado de la religión sikh, el templo Hemkund Sahib, donde por largo tiempo vivió el décimo profeta del sikhismo, Guru Gobind Singh. Un escarpado camino de veintitrés kilómetros lleva, cuesta arriba, a través de montañas grises y rocosas que se pierden entre las nubes, hasta el lago sagrado del que se desgajan sonoros arroyuelos. Una hierba clara y escasa se adhiere con fiereza a la superficie de la montaña acentuando el clima de ascetismo y abandono. Familias enteras avanzan penosamente por un rocoso y enlodado sendero, repitiendo oraciones y cantos piadosos como antídoto contra el agotamiento. Mulas y porteros cargan a sus espaldas, en canastas de mimbre, a quienes ya ha vencido el cansancio. Ancianos venerables de barbas largas, turbantes impecables y brillantes dagas se aferran a sus báculos y miran las montañas que se abren a lo lejos, el caudaloso río que horada sus vientres. Casi todos los que suben en peregrinación profesan el sikhismo, pero no es raro ver familias de hindúes en el camino.

Cuando la gente alcanza la cima se acerca reverente a orillas del lago. Los hombres se desnudan y se sumergen en sus heladas aguas para cumplir con los estrictos cánones del ritual. Oran por momentos en el agua helada, luego salen, se visten y se apresuran a refugiarse en el templo contiguo, en donde las cobijas y el canto exaltado de los feligreses devuelve, poco a poco, el color a los cuerpos ateridos. Al fondo del templo, en una estructura rectangular dorada, completamente iluminada y decorada con flores, reposa el libro sagrado de los sikhs, el Guru Grant Sahib, que contiene las enseñanzas de sus diez profetas. Un grupo de personas de una vuelta ceremonial en torno al texto sagrado para recibir luego la bendición del hombre que oficia como sacerdote. Del otro lado del templo las personas oran o conversan, refugiadas del frío bajo una montaña de frazadas. Afuera, en una sencilla tienda de hojalata, un esmerado grupo de voluntarios sirve, sin costo alguno, sopa de fideos y tazas de chai caliente. Empieza a llover. El viento juega con las cintas doradas que se extienden entre la explanada y el templo. Las nubes cubren con su niebla los blancos nevados.

Haridwar

Un turbante naranja raído. Un anciano de pelo ensortijado y barba entrecana sentado en cuclillas. A su lado reposan un viejo bastón y una cacerola sucia. Más allá, unos jóvenes vestidos con camisetas y pantalonetas naranja pasan tocando inmensos tambores y cantando himnos a Shiva. Cargan grandes y complicadas estructuras hechas de bambú y que adornan con cintas doradas, con flores de plástico e imágenes de Shiva o de Hanuman, el dios mono. Cada año, en el mes de Julio, los peregrinos se dan cita en la ciudad de Haridwar, en el Norte de la India, a orillas del Ganges, para bañarse en sus aguas sagradas. Miles de personas inundan entonces las calles de la ciudad en una inacabable procesión que dura el mes entero. Olas desaforadas de gente, toda vestida naranja, ora a orillas del Ganges ondulante y amarillo.

Vendedores de lentejas o garbanzos apilan sus puestos a la vera del río. Hombres aletargados pasan el sopor del día a la sombra de árboles de ramas generosas. En la otra orilla, un templo asoma su cúpula roja por entre los árboles. Niños desnudos se lanzan riendo al río y se dejan llevar por la corriente. Una vaca husmea en una pila de desperdicios ennegrecidos por el barro. De repente, el cielo se ennegrece. Las nubes llegan con un viento furioso que apaga los ruidos cotidianos y seduce a las banderas de los templos que empiezan a imitar el baile hipnótico de su vuelo. El cielo, antes azul y despejado, se oscurece. Empieza a llover. Una lluvia férrea, demencial, se apodera de las calles, salpica al río, empapa los árboles. Los adultos corren buscando cobijo en techos cercanos mientras los niños juegan con los perros que ladran rabiosos y alegres en callejuelas inundadas. Es el monzón. La temporada de lluvias que nutre a la India, desde las selvas lúbricas del Sur hasta las hieráticas montañas del Norte y sin el cual la vida en este inmenso país sería impensable. Una lluvia violenta y fugaz que apaga el calor de los días de Julio, que irriga los campos y revitaliza las cosechas adormecidas por el calor inclemente de los meses del verano. Poco después, las nubes se disipan y el sol resurge con renovado vigor. La gente abandona sus refugios y vuelve a las calles anegadas de basura y excrementos. Retornan a la vida interrumpida: al hambre, a la devoción, a la miseria.

Fatehpur Sikri

Hubo un tiempo en que el imperio mogol dominaba el norte de la India, desde las selvas de Bengala hasta las montañas de Paquistán y extendía su poder hasta las lejanas provincias del Deccan. Un reino poderoso y esplendido que heredó el rico bagaje cultural persa y supo combinarlo con las viejas tradiciones indostánicas. En el ápice de su esplendor cultural, vivió un Sultán sabio y culto, que gobernó rodeado por asesores de diversos orígenes y credos: su nombre era Akbar, “el más grande”, y su extenso reinado de casi cincuenta años es recordado como una de las épocas más brillantes en la historia de la India.

Fatehpur Sikri es el nombre de la ciudad real que Akbar construyó, a las afueras de Agra, en el siglo XVI, sobre un promontorio desde donde se alcanza a ver una vasta planicie. Cuenta la leyenda que allí mismo el soberano fue a consultar al sabio sufí Shaij Salim Chisti, quien profetizó el próximo nacimiento de un hijo varón heredero del trono. Poco después nació el niño y Akbar, agradecido, mandó a construir, en el lugar de la profecía, la que por algunos años sería la capital del imperio más poderoso de la India.

Lo primero que se alcanza a ver en la lejanía, a través de árboles frondosos y distantes, es la fachada de la mezquita, construida en arenisca roja, al mismo estilo de la Jama Masjid en Delhi. Dos altos y blancos minaretes coronan su cielo. La fina caligrafía grabada en la enorme puerta de entrada conmemora las victorias de Akbar en la provincia de Gujarat y da paso a una gran explanada en donde los fieles se amontonan para hacer sus abluciones en la fuente central, caminar por sus corredores o descansar del agotador sol vespertino. Al fondo del patio central de la mezquita está la tumba del famoso santo Chisti, quien todavía hoy es adorado por la población musulmana de la India. Cada año, por el mes de Julio, miles y miles de peregrinos de todo el país llegan hasta aquí con sus peticiones y promesas. Buses vestidos con banderas verdes en los que se lee en letras doradas las palabras sagradas del Corán se agolpan a la entrada del lugar. La gente soporta el calor en silencio y se asoma ansiosa a través de las pequeñas ventanas antes de bajar y emprender caminando el último tramo del trayecto que lleva a la tumba del santo. Los hombres visten de blanco, las mujeres de negro con los rostros cubiertos. Grupos de niños con sombreros blancos ceñidos al cráneo suben por las escalinatas abarrotadas de mendigos que alzan sin convicción sus manos implorantes. Los fieles llegan hasta la tumba que huele a excrementos de murciélago. Rezan en silencio, y dan unas monedas a un sheij que repite una otra vez, con monótono acento, las mismas letanías mientras empuja a la gente para que entre y salga regularmente, para que nadie se quede más de lo debido. Son muchos los peregrinos y en el pequeño recinto no hay espacio para todos.
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