lunes, 8 de marzo de 2010

Benarés

Muchas ciudades se disputan el privilegio de ser los centros urbanos continuamente habitados más antiguos del mundo. Lugares como Jerusalén, Damasco o Alepo, que desde hace más de cinco milenios han sido testigos del constante trasegar de gentes y culturas: pero en ninguna de ellas se respira tan hondo el peso de los años como en Benarés. Y es que quizá no haya otro lugar en el mundo en donde la decrepitud y la muerte se fusionen de manera tan cabal con la belleza y la vida como en esta antiquísima ciudad sagrada para el hinduismo, que se conoce hoy en día con el nombre de Varanasi. Aquí, la sombra de un tiempo mítico refleja en las aguas del Ganges las más variadas formas del hastío. Una esencia anterior al tiempo y a sus gestas emana de los edificios que languidecen a sus orillas. El Ganges mismo, que más al Norte se desgaja furioso atravesando los Himalayas como movido por una fuerza ancestral y primitiva, aquí se derrama apacible por la inagotable sabana, se acopla a ese tedio ancestral, a esa negación de la acción en sí misma, quizá el acto más cercano a lo sagrado. En Benarés, lo hermoso y lo horrendo se superponen en una amalgama perfecta, pues es la suya una sustancia que rebasa los límites de lo bello y abraza gustosa lo contradictorio. Mujeres de negras trenzas extienden al sol una danza de saris de colores, sedas que tapizan intermitentes los excrementos y difuminan por momentos el olor cobrizo de la orina. Feligreses de todos los lugares de la India vienen hasta aquí para quemar a sus muertos y recibir la bendición de la diosa del río, esa que ha visto el esplendor y la decadencia de tantas dinastías, aquella que surge de la larga cabellera del dios Shiva para lavar con sus aguas los pecados de los hombres. Las personas se sumergen en el agua sucia sin prestar atención a la basura que se acumula a orillas de los ghatts, nadan junto al cadáver de alguna vaca muerta, hacen sus abluciones, oran en silencio, lavan su ropa y beben con reverencia de las aguas sagradas e inmundas del río. Pequeños barcos de remos pasan llevando a extranjeros atónitos que quieren fotografiarlo todo. Cerca de los templos, hombres raquíticos y sucios venden flores de colores en improvisadas tiendas. Espantan las moscas con un periódico viejo mientras sostienen en la otra una taza humeante de chai.
Ciudad adentro, ancianos de mil procedencias deambulan como espectros por callejuelas sucias y enlodadas. Hombres y mujeres, tan viejos como el mundo mismo, que buscan alcanzar el mokhs, la liberación de la incesante cadena de reencarnaciones a la que está sujeta el alma humana, y que, gracias a un privilegio especial de los dioses, obtiene todo aquel que muere en Benarés. Muchos pasan sus días cerca de los ghatts, acostados en viejas esteras de plástico, los hombres fumando en silencio, las mujeres sacándose piojos o haciéndose trenzas entre ellas, todos esperando la morosa llegada de la muerte.

Camino por una pequeña callejuela de casas humildes e intento adivinar la intimidad de los hogares a través de las sombras reflejadas en la penumbra de los zaguanes. Desde uno de ellos una mujer me saluda con una sonrisa. Lleva un velo rosado y de su nariz cuelga un arete redondo y brillante. Sumerge los dedos en un plato de arroz, toma un poco, lo amasa con cuidado y luego lo introduce en la boca de un niño desnudo que está de pie a su lado y me mira con la curiosidad desvergonzada de los niños. Tiene los ojos pintados con Khol para evitar el mal de ojo y un lleva un punto rojo dibujado en medio de la frente. Un poco más adelante, en la misma acera, una anciana de piel morena y sari violeta mira al vacío con ojos arrugados y azules. Es quizá el rostro más triste que he visto en la vida.

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