Sentado en la cima del monte Kassium, Muhammad, el profeta del Islam, observó extasiado los jardines del Ghouta, aquel oasis de ensueño que a los primeros musulmanes se les antojó como la premonición misma del jardín del edén, y decidió no bajar a la ciudad. Sabía que a los hombres no les está dado entrar al paraíso más de una vez y decidió esperar hasta el día de su muerte. Y es que Damasco es un jardín que parece florecer milagrosamente frente a un desierto que lame constantemente sus orillas con delicadas ráfagas de arena.
Lejos de allí, a casi mil cuatrocientos kilómetros en dirección al Sur, atravesando el desierto, se llega al lugar más sagrado de los musulmanes: la ciudad de Meca, en la Arabia de la dinastía Saud. Allí reposa la Kaaba, la estructura cúbica que para los musulmanes simboliza el centro del mundo y el polo espiritual de su fe. Por siglos, la gran caravana que salía cada año de Damasco, llevaba a los peregrinos luego de cuarenta días de fatigosa travesía, a los lugares santos que los musulmanes deben visitar por lo menos una vez en la vida. Gentes del Este y del Oeste, turcos y árabes, kurdos, tayikos, persas y uzbekos, se daban cita en Damasco para abastecerse y ultimar los detalles en las semanas previas al gran viaje. El clamor de tantas y tan variadas lenguas nunca logró sorprender a esta ciudad, acostumbrada desde siempre a ser un cruce de caminos. Asirios, babilonios, griegos y romanos trasegaron antes estas tierras que hasta hoy conservan los restos de sus imperios y conquistas. Ese crepitar de gentes y culturas, esa variedad de razas y colores adquiere una dimensión casi tangible cuando se camina por la ciudad vieja, en donde todavía se aprecian, a grandes rasgos, los trazados de la ciudad romana sobre los que se superpone el intrincado urbanismo de la urbe musulmana.
Cada año, la caravana salía de la ciudad acompañada de gran pompa y festejos. Encabezaba el enorme desfile de peregrinos un palanquín de madera, conocido con el nombre de Mahmal, el cual iba cargado por un camello finamente ataviado, y cuya finalidad consistía en cargar una copia enorme del Corán como símbolo de la unidad entre el poder civil y religioso en el Islam. El carácter sagrado de la travesía no impedía que a cada momento los viajeros corrieran peligro de ser atacados por pandillas de bandidos. Por eso, las caravanas contaban con un nutrido cuerpo de vigilancia que se encargaba de la seguridad de los peregrinos, además de la de los jueces, notarios, médicos, cocineros y demás oficiales que acompañaban a la comitiva. Era una especie de ciudad en movimiento que, motivada por la fe, se arrastraba penosamente por las inhóspitas tierras del Hijaz, avanzando lentamente en las noches y acampando en los días en cercanías a los oasis que se sucedían a lo largo del camino.
La caravana llegó a su fin cuando en 1908, luego de ocho años de construcción, los oficiales del imperio otomano terminaron la construcción del ferrocarril que uniría a las ciudades de Damasco y Medina. La línea férrea seguía, según el deseo expreso de su ingeniero, la misma ruta que durante siglos trasegaron millones de peregrinos.
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