El mausoleo de Sayyyida Ruqayya en la ciudad vieja de Damasco es quizá uno de los monumentos más hermosos del Islam chií en Siria. Fue construido hace poco con fondos de la comunidad chía, siguiendo los trazos de la suntuosa arquitectura iraní. Ruqayya era la hija menor de Hussein, el hijo de Ali y nieto del profeta, que murió luego de llegar a Damasco después de la calamitosa derrota de las fuerzas leales a su padre a manos del naciente ejército omeya. Al igual que su padre, su memoria tiene un especial significado para todos los seguidores de la chía.
En los muros exteriores, azulejos con fragmentos del Corán escritos en blanca caligrafía nasj, (una de las más utilizadas en mezquitas y mausoleos), contrastan con el color turquesa de la cerámica del fondo. El domo, blanco y dorado se adivina achatado y robusto a lo lejos. Adentro, el panorama es sobrecogedor. Los techos están adornados en su totalidad por fragmentos de vidrio y espejos, todo en una delicada mezcla de tonos de azules, blancos y dorados. En las esquinas y en las bóvedas, brillantes muqarnas se adhieren a las paredes en dirección a la cúpula intensificando el tránsito a la noción de espacio divino. La luz de las lámparas se refleja en los cristales creando los más enrevesados juegos de luces e impregnándolo todo de un aura sagrada y lumínica.
En la nave izquierda del templo está la tumba de Ruqayya. Los fieles se congregan, las mujeres de un lado, los hombres del otro, separados en todo momento por una alta cortina. El féretro es grande, con la superficie hecha de oro y plata. En los barrotes, también de plata, la gente amarra pequeñas cintas de tela verde, el color sagrado del Islam, para suplicar la intercesión benefactora de la mártir. Una luz verde ilumina el interior del féretro. Arriba, en el techo, una gran cúpula se alza majestuosa sobre la tumba. Los fieles tocan la tumba y se acarician luego el pecho y la cara, seguros de alcanzar con ello la baraka, o bendición de la mártir. Muchos leen copias del Corán que están disponibles en pequeñas repisas dispuestas en varios lugares de la mezquita, otros toman pequeñas lozas de arcilla sobre las cuales ponen la cabeza en el momento de la oración, pero en todos, sin excepción, hay un aire de solemnidad y de respeto que no es fácil encontrar en otros lugares. Es la luz de la fe, ese fuego interno que los lleva por momentos más allá de ellos mismos y los sumerge en un verdadero entusiasmo.
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