El pequeño puerto de Chalok Lum está ubicado al norte de la isla de Koh Pha-Ngang, en medio de una angosta bahía rodeada por montañas verdes y tupidas. Las playas, de una arena blanca y minuciosa, están salpicadas de corales y conchas de colores expansivos. El puerto no es más que una pequeña estructura de cemento de no más de cien metros de longitud que se introduce tímidamente mar adentro para encallar embarcaciones pesqueras y otras que llevan pasajeros a los lugares más apartados de la isla. En las mañanas veo las barcazas chicas abandonar lentamente la bahía para después perderse mar adentro, sus espigadas proas blandiendo el horizonte, adornadas siempre con banderines de colores para pedir la bendición de la diosa del mar. La hélice del motor trasero se extiende en un tubo largo que los pescadores maniobran con soltura mientras se van difuminando con el calor matutino, el vaivén de su sombra mezclándose con el recio fulgor del sol. Los barcos viejos, en cambio, esperan oxidados en el muelle, sus carcasas descoloridas a causa del salitre, sus mástiles rotos y podridos. Barcos que alguna vez ondearon corazas orgullosas enfrentando las lenguas iracundas de los mares del Sur de China y que ahora, ancianos, pasan sus días mecidos por la suave marea del puerto.
El sol en estas latitudes es tórrido y prolijo; la humedad anula la voluntad, suprime el juicio, ahoga el alma. Tirado en la hamaca de mi choza, veo a las jovencitas que trabajan en el pequeño restaurante del puerto esperar sin fe el arribo de algún improbable cliente. El polvo blanco del talco que se echan en los brazos y rostros para apaciguar el calor se adhiere como una manta translúcida a sus pieles morenas y contrasta con la oscura lascivia de sus alargados párpados. Comparten susurros en esa lengua thaí de enrevesados caracteres heredados de la tradición pali que los primeros misioneros budistas trajeran desde el sur de la India y el Ceilán, idioma de largas e impronunciables palabras, de tonos melifluos que recuerdan lejanamente la música del chino, esa suave algarabía que ahora escucho con los ojos cerrados, ajeno al significado de sus inflexiones, adivinando el sentido de sus silencios y sus risas. Nunca aprenderé esta lengua, pero intuyo que no es necesario, que es preferible inventar lo que dicen. Arropadas por la brisa del mar, cantan canciones alegres, comen guanábanas, se tiran entre risas las semillas, recogen flores del piso y les arrancan los pétalos indolentes, trenzan sus largos pelos negros, siempre al abrigo del horizonte azul y ondulante, a la sombra de las palmeras que siluetean fogosas en el cielo.
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