El budismo teravada es la religión oficial de Tailandia, a donde llegó, procedente del sur de la India, aproximadamente en el siglo sexto de la era común. A diferencia de la otra gran escuela budista, la mahayana, que se extendió por Tibet, China, Japón y Corea, el teravada encontró a sus fieles en el sur de Asia, en Ceilán, Burma, Tailandia, Laos y Camboya.
La escuela mahayana suele definirse a sí misma como “la vía mayor” y clasifica a la escuela teravada, no sin cierto desdén, como “la vía menor”, pues ésta última carece de la compleja metafísica que exhibe la primera, poblada de bodisatvas y complejos mandalas, elaboraciones posteriores que pretendieron ser una versión más perfecta y depurada del mensaje inicial del Buda. Sin embargo, esa austera simplicidad del teravada tiene un encanto particular y permite un acercamiento inicial más directo a las enseñanzas de las cuatro verdades fundamentales que Sidartha Gautama comprendiera, una madrugada, bajo aquel famoso árbol de Bodhi, tras siete años de intensa meditación.
La enseñanza radicalmente nueva del Buda consistió en el énfasis que puso en el ejercicio racional del individuo para comprender estas verdades que pueden llevar a todo ser humano, sin importar su casta, a la cesación de todo sufrimiento que es el Nirvana. Su mensaje es en apariencia sencillo, pero su consecución puede constar una vida entera: entender que el mundo sensible no es más que una ilusión y que sólo nuestro afán por aferrarnos a eso que creemos cierto genera y perpetúa nuestro sufrimiento, que existe la posibilidad de un distanciamiento y como éste puede llevarse a cabo por medio de la purificación de los deseos y de la superación de la comprensión del mundo por medio de conceptos. Dicho camino permite comprender la verdadera dinámica del cosmos y la cesación de aquello que ata al hombre al sufrimiento.
Pienso en esto mientras veo a los monjes vestidos en sus túnicas naranjas caminar frente a mí en silencio, conscientes de cada paso que dan, recordando siempre ese fin superior al que han dedicado sus vidas. Por más de dos mil quinientos años, monjes iguales a estos se han aferrado a sus tradiciones, rechazando cualquier idea de cambio con una tozudez ejemplar, empecinados en conservar la pureza de un mensaje que veía en la complejidad metafísica del hinduismo un impedimento para acceder a una prístina comprensión de lo divino, que creían en la necesidad de la no violencia, en el respeto a toda forma de vida, en la humildad y la pobreza como virtudes máximas. Pasa el tiempo y aquí siguen: sólo poseen un cuenco y una bata ajada; el universo entero les pertenece.
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