Koh Tao, la más pequeña de las islas que emergen fugaces al occidente del Golfo de Tailandia, no tiene más de veintisiete kilómetros de extensión, pero su accidentada geografía ofrece un universo fogoso y sorpresivo. Tierra adentro, el terreno es empinado y agreste. Una selva tropical se aferra terca a las lúbricas laderas haciendo del verde un solo sudor vegetal a través del cual se cuela la voz plateada de los pájaros, el grito siempre extasiado del mico, el serpentear hipnótico de las culebras. Las palmeras erguidas, delgadas y solitarias, lavan sus hojas con la fuerte brisa de la tarde. El cielo se puebla de nubes y los animales extáticos multiplican sus chillidos. De pronto, como siguiendo las órdenes de una voz poderosa y suprema, la lluvia se derrocha sobre los árboles, las hojas reverdecen en el olor fecundo de la tierra mojada y la isla entera se entrega a una copula feliz con el agua, a la celebración de un nuevo comienzo en el ciclo inagotable del mundo.
Poco después, cede la tormenta y decidimos bajar al mar. No hay aquí arenas lánguidas que se derramen plácidas en las olas. Por el contrario, las playas rocosas bajan abruptas y se hunden en el agua creando un maravilloso festival de arrecifes, un ecosistema único en diversidad y color. El sol emerge lejano entre las nubes y derrama sus rayos sobre las aguas claras. Bajo el mar, la luz parpadea intermitentemente, siguiendo el ritmo elemental y poderoso de la marea. Poco a poco una variada fauna empieza a exhibirse: grupos de barracudas bailando al unísono; peces flauta alargados y translucidos; peces mariposa de cuerpos delgados y amarillos; ostras de labios carnosos y excéntricos colores, como si se tratara de abrigos de pieles o de boas disfrazadas, abriéndose y cerrándose con el mismo ritmo de las olas; peces payaso juegan entre las anémonas mientras otros más pequeños de un azul eléctrico picotean un coral que se abre redondo y verde como una lechuga. Súbitamente, en medio de este espectáculo animal, aparece a nuestro lado un tiburón. Aletea con soltura a nuestro alrededor mientras nos mira de lado con su ojo diminuto. Dejamos de nadar y observamos inmóviles la reacción del escualo. Cuando lo perdemos de vista, otro más pequeño aparece siguiendo la misma ruta del anterior, rodeándonos curioso, intentando descifrar si somos comestibles. Ambos animales nos dan varias vueltas hasta que finalmente se cansan y se alejan. Al parecer son bastante comunes en las costas de Koh Tao y son inofensivos, pero es imposible no sentir un miedo visceral al tenerlos tan cerca. Con el corazón en la boca, nadamos como podemos hasta la orilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario