He imaginado una isla tropical en las costas de África del Este, el centro privilegiado de las rutas comerciales del Océano Índico, la sede espléndida del sultanato omaní. He imaginado sus altas palmeras, los cultivos de clavos, jengibre y canela, la espuma del legendario mar que surcaron los barcos de Simbad y Sandocán. He visto una ciudad de piedra, de casas altas que buscan la risa de las nubes, de callejuelas húmedas y oscuras, de balcones que se tocan entre sí, de ancianos negros vestidos con sombreros de colores que ven llover con ojos enormes y tristes bajo un techo de hojalata. He visto a un grupo de niñas veladas corriendo y gritando en una plaza, el sonido del llamado a la oración tapizando el fondo de sus risas. He visto una iglesia construida sobre lo que fuera alguna vez el mercado de esclavos, el sótano de mazmorras en donde gente hacinada y hambrienta era condenada a un destino atroz por la avaricia de los hombres. He paseado por un mercado magro, escaso de verduras y frutas; naranjas de piel tallada por el cuchillo paciente del vendedor, mazorcas azadas, tamarindo con especias moradas, pescados de vientre abierto exhibidos en una carreta vieja y podrida. Una negra enorme disipa las moscas que se amontonan alrededor de compradores que hunden los pies en un piso de lodo, cáscaras de fruta y vísceras frescas. Una música alegre llueve espesa de una vieja grabadora.
He imaginado el centro de aquella isla mágica, la generosa disposición de sus nubes, la intrincada topografía de un verde lúbrico y frutal, los ornamentados pájaros que sorprenden con su voz y con el viento almidonado de su vuelo. He visto un mar extenso como el cielo, el carnaval de barcos que siguen desde siempre la ordenada ruta del monzón transportando telas y porcelanas de Sind, intrincadas alfombras de Persia, puertas y baúles de Gujarat, sal, sándalo y teca de Abisinia, marfil y esclavos de la tierra de los zang. He imaginado una playa desierta en un atardecer con luna, tomando té de jengibre con mujeres festivas que visten kangas de colores y pasan el tiempo cocinando chapati y pescado para la cena. He jugado a interpretar sus diálogos, imaginando el canto chispeante y sonoro de su lengua, tejiendo historias imposibles con sus risas, dejandome atrapar por su conjuro sensual y divino.