La mezquita de Hussein, el hijo martirizado del Califa ‘Ali, es una de las más importantes y monumentales de Egipto. Al oír el llamado a la oración de la tarde, la romería de fieles se agolpa en las puertas, se quita los zapatos e ingresa a un lugar que se diferencia de nuestras iglesias en el bullicio y la vitalidad que en el mundo musulmán tiene el espacio sagrado. En la puerta de la mezquita, un anciano ciego reparte almizcle a cambio de unas monedas. Adentro, algunos hombres duermen en las esquinas mientras otros leen el Corán o escuchan hablar a alguien sobre la interpretación de los hechos del Profeta. Otros comen, charlan y ríen. De repente, un alma caritativa llega con una bolsa llena de camisas de algodón para reglar. Las deposita en el piso e inmediatamente, una horda de manos se amontona en torno suyo. Los hombres discuten y se pelean a gritos pero el altercado no molesta en lo absoluto a quienes se dedican a ejercicios más espirituales. Al lado del grupo enardecido, un anciano reza fervorosamente con un escapulario. Arriba los ventiladores se mueven acompasados y resaltan intermitentemente la belleza de lámparas.
A través de una pequeña puerta ubicada a un costado de la nave central de la mezquita, se accede a una pequeña habitación en donde al parecer descansan algunos restos del mutilado cuerpo del mártir Hussein. Al preguntar por el contenido del féretro algunos me dijeron que era la cabeza, otros la mano, los menos optimistas, sólo un dedo. Poco importa. El ataúd que se aprecia en la pequeña sala es enorme y está ricamente decorado con incrustaciones de plata. Los fieles se acercan y rezan con fervor o lanzan pequeñas ofrendas en agradecimiento por los favores recibidos.
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