Lo primero que sorprende es el río. Una masa colosal en perpetuo movimiento que traspasa el país de sur a norte, cargando en su lecho las aguas que presenciaron el alba de la humanidad primera. Las suaves felucas, pequeños navíos diseñados especialmente para remontar la corriente del Nilo, juegan con sus velas y en su camino, río abajo, se dejan cortejar por el viento. Pero se trata de una corriente rebelde que de cuando en cuando se rehúsa a buscar el mar. Se embarca en una lucha perezosa, secundada por el vigor marino del viento mediterráneo que sopla cada diez días con singular disciplina, como si se tratara de un ritual arcano. Entonces se ve a las aguas zigzaguear y morder el casco de los barcos como culebras salvajes que intentan alcanzar de nuevo el abrigo de las montañas etíopes. El país entero, partido en su centro por esa herida verde que es el Nilo, presencia la lucha estéril de las aguas que se rebelan combativas y de su cansada derrota, del ritmo poderoso del cauce que las conduce a su irremediable destino mediterráneo.
Primero está el río y nada hay que cautive la atención del visitante con tanta fuerza como el compás de su corriente. Pero cuando el hombre se acostumbra a la marea eterna que fluye impasible a sus pies, alza la vista y encuentra la luna. La luna enorme del desierto que inventa cada noche un nuevo color para cautivar a los hombres que se dejan seducir por la vigilia. La lengua árabe cuenta al menos con tres vocablos para nombrar a la luna, pero sólo hasta verla emerger de improviso, en su llena monumentalidad o en su coquetería creciente, se llega a comprender la razón; se trata de una realidad tan compleja, que precisa de nombres diferentes. A su lado, las lunas verdes de las selvas de Yucatán parecen vanas copias, intentos fugaces de alcanzar una grandeza que sólo permite la vacía vastedad del desierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario