El Nilo traspasa la ciudad de sur a norte y a sus orillas se aferra la ciudad temerosa del desierto. Por siglos sus habitantes han utilizado un elaborado sistema de canales que gana puñados de tierra de cultivo a las yermas extensiones que le rodean. En ese fértil corredor que sigue las sinuosidades del río, en esos diez metros tapizados de palmeras y de huertos, vive el hombre. Construye sus casas, trabaja la tierra, engendra a sus hijos, muere. El frío del invierno golpea el dorso pelado de las rocas en la intemperie pero no alcanza con la misma intensidad los remansos de agua que se alzan a la vera del río. Los árboles se sacuden al viento y regalan el sonido de su cobijo en las tardes de verano.
Porque en Cairo, quizá más que en cualquier otro lugar, la ciudad es el río que la habita, que delimita sus alcances, que dibuja a su antojo los contornos de la urbe. Antes de que el Nilo fuera dominado por la fuerza aplastante del ingenio humano, su curso cambiaba con entera libertad y con él la disposición de la ciudad entera, que no tenía otra alternativa a la de acoplarse a su ritmo caprichoso. Pero la enorme represa que Nasser construyó en los sesenta con capital soviético y con las ganancias del recién nacionalizado canal de Suez, apaciguó la furia de sus aguas y reguló la irrigación de los cultivos a lo largo de todo el país. Ahora, las aguas domesticadas avanzan y reflejan a su paso la imagen nítida de los altos rascacielos. No volvieron a verse los cocodrilos que antes llegaban al Delta en busca de comida.
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