Ante res
Tengo sed de ver tus casas carcomidas por el salitre milenario, de escuchar las voces que se filtran por tus arrabales sinuosos, de contemplar a los marineros sacando su pesca vespertina en el puerto, de adivinar en cada esquina la sombra de Durrell o de Cavafis, de imaginar el faro que en su tiempo avizoraran Cleopatra y Herodoto. Tengo sed del calor mediterráneo de tu vientre, ausente de sombra. De tus playas llanas, asediadas por un mar de azules encendidos, de las incontables lunas que han vigilado tus noches desde que Alejandro soñara tus cimientos. Tengo sed de ver tu noche suspendida sobre bandadas de pájaros, pedazos azules de cielo intermitente.
In media res
Una sangre añeja se pasea cansada por tus calles. Como si los muertos se negaran a abandonarte, demorándose lánguidos en las aceras de las viejas casas, jugando damas en los cafés mientras ven pasar el ajetreo inútil de los vivos. Lo digo porque veo en los rostros que encuentro de improviso el placer orgulloso de quienes se han acostumbrado a la decadencia milenaria: la mirada exenta de queja, la memoria de la urbe tatuada con tedio en el rostro de los hombres. No prefiero a la ciudad imaginada, ciudad de leyenda que han tallado los libros, voces de otro tiempo que regalan una imagen imprecisa, la vaga memoria de otros días. Ahora prefiero encontrar la ciudad precaria en donde nada permite rastrear la grandeza pasada, prefiero constatar la primavera marina de su brisa, el olor dulzón de los narguiles, el tiempo detenido en la sombra de las calles.
Post res
Llevo en la memoria la vieja bahía, tapizada de fachadas descoloridas, la moderna y monumental biblioteca, las olas que pagan su tributo cotidiano en la playa. Vuelve con frecuenda a mi mente la sensación de haber estado en un lugar que ha dejado de creer en el tiempo. Alejandría lo ha vivido todo: el esplendor, la decadencia, el olvido. Se asemeja a esos ancianos cansados que no buscan más que un lugar distante desde el cual observar la miseria de los hombres. Alejandría no exhibe el triste frenesí que viven las urbes modernas. No se afana, tampoco espera. Aferrada a sus costas, observa en silencio y a veces habla con quienes se aventuran por sus calles en las frías madrugadas sin luna.
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