jueves, 28 de mayo de 2009

Zanzibar


He imaginado una isla tropical en las costas de África del Este, el centro privilegiado de las rutas comerciales del Océano Índico, la sede espléndida del sultanato omaní. He imaginado sus altas palmeras, los cultivos de clavos, jengibre y canela, la espuma del legendario mar que surcaron los barcos de Simbad y Sandocán. He visto una ciudad de piedra, de casas altas que buscan la risa de las nubes, de callejuelas húmedas y oscuras, de balcones que se tocan entre sí, de ancianos negros vestidos con sombreros de colores que ven llover con ojos enormes y tristes bajo un techo de hojalata. He visto a un grupo de niñas veladas corriendo y gritando en una plaza, el sonido del llamado a la oración tapizando el fondo de sus risas. He visto una iglesia construida sobre lo que fuera alguna vez el mercado de esclavos, el sótano de mazmorras en donde gente hacinada y hambrienta era condenada a un destino atroz por la avaricia de los hombres. He paseado por un mercado magro, escaso de verduras y frutas; naranjas de piel tallada por el cuchillo paciente del vendedor, mazorcas azadas, tamarindo con especias moradas, pescados de vientre abierto exhibidos en una carreta vieja y podrida. Una negra enorme disipa las moscas que se amontonan alrededor de compradores que hunden los pies en un piso de lodo, cáscaras de fruta y vísceras frescas. Una música alegre llueve espesa de una vieja grabadora.
He imaginado el centro de aquella isla mágica, la generosa disposición de sus nubes, la intrincada topografía de un verde lúbrico y frutal, los ornamentados pájaros que sorprenden con su voz y con el viento almidonado de su vuelo. He visto un mar extenso como el cielo, el carnaval de barcos que siguen desde siempre la ordenada ruta del monzón transportando telas y porcelanas de Sind, intrincadas alfombras de Persia, puertas y baúles de Gujarat, sal, sándalo y teca de Abisinia, marfil y esclavos de la tierra de los zang. He imaginado una playa desierta en un atardecer con luna, tomando té de jengibre con mujeres festivas que visten kangas de colores y pasan el tiempo cocinando chapati y pescado para la cena. He jugado a interpretar sus diálogos, imaginando el canto chispeante y sonoro de su lengua, tejiendo historias imposibles con sus risas, dejandome atrapar por su conjuro sensual y divino.

Cairo



A menudo, cuando camino por sus calles atestadas de gente o cuando voy en un taxi destartalado que apesta a gasolina, cuando transeúnte, diluido en el calor, constato la desmesurada congestión de sus arterias, la polución y la basura circundante, me pregunto: ¿por qué el Cairo? Pero me basta ver alrededor para entender por qué me gusta vivir en esta ciudad caduca, polvorienta, fascinante.
Tantas lenguas se han conjugado en ella a través del tiempo, hay tantas historias abandonadas en sus callejones estrechos. Caminar por el Cairo es perderse en el tiempo, en una intrincada maraña de edificaciones coptas, fatimíes, ayyubíes, mamelucas, otomanas; mezquitas, tumbas y mercados de diferentes épocas se conjugan en las calles impregnándolas de una vejez inmemorial.
En el área conocida como el Califa está la imponente mezquita de Ibn Tulún, construida al estilo de la arquitectura abasí de Samarra, una de las pocas edificaciones que se conservan de aquella época dorada del Islam. Cerca de allí están los cementerios fatimíes y mamelucos absorbidos desde hace siglos por la ciudad. Macizas cúpulas de piedra blanca emergen con regularidad por entre la uniforme sucesión de techos ocres de los barrios populares. Se trata de los soberbios mausoleos de poderosos emires y sultanes en los cuales, fragmentos del Corán han sido tallados con delicada caligrafía. Un poco más al norte, en dirección al centro de la ciudad, se llega a los restos descomunales de un acueducto que se extiende desde el Nilo hasta el promontorio en donde Salah al Din ordenó construir la fortaleza que por siglos fue la sede del poder en Egipto.
En la cima de la montaña la mezquita de marmol que Muhammad Ali construyó siguiendo los cánones estéticos de la arquitectura otomana observa la extensión opaca y densa de la urbe, el ejército de minaretes que coronan su cielo.
El Cairo copto es un barriecito tranquilo de calles estrechas que alberga antiguas construcciones entre las que se cuentan una iglesia griega ortodoxa, una antigua sinagoga en donde a mediados del siglo XX se encontraron la importante biblioteca del Geniza o la mezquita de Ibn al Ass, primer templo construido a Alá en tierras africanas.
La mayoría de las iglesias allí pertenecen al culto cristiano ortodoxo autóctono de Egipto, tan antiguo como el cristianismo mismo. Una iglesia que hunde sus raíces en los antiguos cultos gnósticos y faraónicos que hace gala un rico arte que mezcla estilos autóctonos con otros grecorromanos y bizantinos.
En el centro de la ciudad los edificios siguen la moda de la arquitectura francesa del siglo XIX. Si se mira con cuidado la delicada ornamentación de las fachadas, se puede ver a las gárgolas, antes impasibles, soportar enloquecidas la marcha sorda de los coches, la naturaleza agreste de los conductores que parecen dominados por un instinto que ignora las más elementales reglas de la cordura.
Pero si los edificios son impactantes, la gente no lo es menos. Una ciudad en la que los hombres usan galabeyas largas y las mujeres se cubren con el velo. Está el negro niqab que tapa el rostro por completo y sólo permite adivinar la cadencia de unos ojos oscuros. Están las largas mantas blancas que se aferran como alas a la espalda y a los brazos robustos de las matronas. Hay velos que enmarcan el óvalo de rostros infantiles que aún no se acostumbran a los incómodos pliegues de la tela. Sí, hay velos tristes que anulan la risa con negros colores, velos cosidos con tedio que emanan un olor rancio; pero hay también velos ligeros como palomas, telas brillantes que parecen imitar la luz del sol, un festival de colores que se eleva con el viento y corona la cabeza de las jóvenes como un abanico de flores. Hay tantas voces en este intrincado símbolo que utilizan las mujeres musulmanas para afirmar su identidad.
En Cairo, el crepitar de las carretas de madera cargadas de melones o sandías se mezcla con el grito del hombre que compra cosas viejas, con el claxon de un lujoso automóvil anegado en un mar de gente, con las campanitas de los niños que visten bombachas turcas y caminan por las calles vendiendo jugo de dátil. A veces veo por la calle a los hombres de fe, barbas largas sin bigote, rostros adustos y una cicatriz redonda en la frente, al parecer como consecuencia del fervor con que se arrodillan a rezar. Sus esposas visten de negro y caminan con el rostro cubierto cargando a un niño en los hombros, llevando a otro de la mano, siguiendo a su esposo en silencio, en dirección al parque o al río.

El río y la luna

Lo primero que sorprende es el río. Una masa colosal en perpetuo movimiento que traspasa el país de sur a norte, cargando en su lecho las aguas que presenciaron el alba de la humanidad primera. Las suaves felucas, pequeños navíos diseñados especialmente para remontar la corriente del Nilo, juegan con sus velas y en su camino, río abajo, se dejan cortejar por el viento. Pero se trata de una corriente rebelde que de cuando en cuando se rehúsa a buscar el mar. Se embarca en una lucha perezosa, secundada por el vigor marino del viento mediterráneo que sopla cada diez días con singular disciplina, como si se tratara de un ritual arcano. Entonces se ve a las aguas zigzaguear y morder el casco de los barcos como culebras salvajes que intentan alcanzar de nuevo el abrigo de las montañas etíopes. El país entero, partido en su centro por esa herida verde que es el Nilo, presencia la lucha estéril de las aguas que se rebelan combativas y de su cansada derrota, del ritmo poderoso del cauce que las conduce a su irremediable destino mediterráneo.
Primero está el río y nada hay que cautive la atención del visitante con tanta fuerza como el compás de su corriente. Pero cuando el hombre se acostumbra a la marea eterna que fluye impasible a sus pies, alza la vista y encuentra la luna. La luna enorme del desierto que inventa cada noche un nuevo color para cautivar a los hombres que se dejan seducir por la vigilia. La lengua árabe cuenta al menos con tres vocablos para nombrar a la luna, pero sólo hasta verla emerger de improviso, en su llena monumentalidad o en su coquetería creciente, se llega a comprender la razón; se trata de una realidad tan compleja, que precisa de nombres diferentes. A su lado, las lunas verdes de las selvas de Yucatán parecen vanas copias, intentos fugaces de alcanzar una grandeza que sólo permite la vacía vastedad del desierto.

Alejandría

Ante res
Tengo sed de ver tus casas carcomidas por el salitre milenario, de escuchar las voces que se filtran por tus arrabales sinuosos, de contemplar a los marineros sacando su pesca vespertina en el puerto, de adivinar en cada esquina la sombra de Durrell o de Cavafis, de imaginar el faro que en su tiempo avizoraran Cleopatra y Herodoto. Tengo sed del calor mediterráneo de tu vientre, ausente de sombra. De tus playas llanas, asediadas por un mar de azules encendidos, de las incontables lunas que han vigilado tus noches desde que Alejandro soñara tus cimientos. Tengo sed de ver tu noche suspendida sobre bandadas de pájaros, pedazos azules de cielo intermitente.
In media res
Una sangre añeja se pasea cansada por tus calles. Como si los muertos se negaran a abandonarte, demorándose lánguidos en las aceras de las viejas casas, jugando damas en los cafés mientras ven pasar el ajetreo inútil de los vivos. Lo digo porque veo en los rostros que encuentro de improviso el placer orgulloso de quienes se han acostumbrado a la decadencia milenaria: la mirada exenta de queja, la memoria de la urbe tatuada con tedio en el rostro de los hombres. No prefiero a la ciudad imaginada, ciudad de leyenda que han tallado  los libros, voces de otro tiempo que regalan una imagen imprecisa, la vaga memoria de otros días. Ahora prefiero encontrar la ciudad  precaria en donde nada permite rastrear la grandeza pasada, prefiero constatar la primavera marina de su brisa, el olor dulzón de los narguiles, el tiempo detenido en la sombra de las calles.
Post res
Llevo en la memoria la vieja bahía, tapizada de fachadas descoloridas, la moderna y monumental biblioteca, las olas que pagan su tributo cotidiano en la playa. Vuelve con frecuenda a mi mente la sensación de haber estado en un lugar que ha dejado de creer en el tiempo. Alejandría lo ha vivido todo: el esplendor, la decadencia, el olvido. Se asemeja a esos ancianos cansados que no buscan más que un lugar distante desde el cual observar la miseria de los hombres. Alejandría no exhibe el triste frenesí que viven las urbes modernas. No se afana, tampoco espera. Aferrada a sus costas, observa en silencio y a veces habla con quienes se aventuran por sus calles en las frías madrugadas sin luna.

Ramadán

Ramadán es el mes sagrado en el Islam. Durante todo el mes, los musulmanes ayunan desde el alba hasta la llamada a la oración del atardecer. Si algo une a los diferentes países musulmanes, tan variados étnica y culturalmente, es la importancia con que asumen esta fecha. En Egipto, los festejos tradicionales islámicos se mezclan con otros más antiguos de raigambre copta o faraónica. Por eso, todos los egipcios coinciden en afirmar que no hay país que celebre el mes del Ramadán de una manera más original y diferente que Egipto.
Ramadán es el momento de la fiesta. Las calles se llenan de luces de colores, el trabajo se detiene, las familias se reúnen a menudo y rara vez se duerme. El ambiente el ligero y jovial. Los jóvenes se ven más alegres y las jóvenes aventuran sonrisas coquetas que ellos reciben, guardan y callan. Callan la lascivia, callan el odio, callan el rencor y la envidia, pues no sólo se privan de comer, beber o fumar durante el día.
En las madrugadas se oye pasar a un hombre golpeando un tambor e invitando con gritos a la oración primera. De cuando en cuando debe detenerse porque lo llaman desde la ventana de una casa acomodada para darle algunas monedas. En Ramadán, las expresiones de generosidad se multiplican, pues es bien sabido que todo aquello que de bien hagas durante el mes sagrado, te será devuelto por dos, por diez o incluso por mil, según los cálculos de los más optimistas.
Decir Ramadán es decir Fanuz, palabra luminosa, que da nombre a las lámparas de colores brillantes que se amontonan en las puertas de los almacenes como si fueran árboles del trópico o flores exóticas sembradas en medio del desierto.
Decir Ramadán es decir montañas de dátiles y de almendras, fanegas de frutas secas, de pistachos y de nueces, parte fundamental del ritual de la ruptura del ayuno.
Decir Ramadán es ver el hambre y la ansiedad en los rostros de los caminantes en las horas que anteceden al ocaso. Percatarse de la agresividad que las privaciones imponen en el carácter de la gente, del estoico tesón con que soportan el ayuno.
Decir Ramadán es caminar ante la imponente mezquita de al Azhar, primer centro cultural y académico del mundo musulmán y observar sus espigados minaretes, oír las más dulces voces invitando a la oración, los rostros contritos de la multitud que reza en su interior.
La ciudad se transforma y a pesar de las dificultades que impone el hambre, nadie quiere que el mes termine. En ningún otro momento del año está Dios más cerca de los creyentes y ellos lo saben. En sus rostros se adivina un brillo diferente, esa particular fuerza en la mirada que otorga el contacto con lo divino.

La mezquita de Hussein

La mezquita de Hussein, el hijo martirizado del Califa ‘Ali, es una de las más importantes y monumentales de Egipto. Al oír el llamado a la oración de la tarde, la romería de fieles se agolpa en las puertas, se quita los zapatos e ingresa a un lugar que se diferencia de nuestras iglesias en el bullicio y la vitalidad que en el mundo musulmán tiene el espacio sagrado. En la puerta de la mezquita, un anciano ciego reparte almizcle a cambio de unas monedas. Adentro, algunos hombres duermen en las esquinas mientras otros leen el Corán o escuchan hablar a alguien sobre la interpretación de los hechos del Profeta. Otros comen, charlan y ríen. De repente, un alma caritativa llega con una bolsa llena de camisas de algodón para reglar. Las deposita en el piso e inmediatamente, una horda de manos se amontona en torno suyo. Los hombres discuten y se pelean a gritos pero el altercado no molesta en lo absoluto a quienes se dedican a ejercicios más espirituales. Al lado del grupo enardecido, un anciano reza fervorosamente con un escapulario. Arriba los ventiladores se mueven acompasados y resaltan intermitentemente la belleza de lámparas.
A través de una pequeña puerta ubicada a un costado de la nave central de la mezquita, se accede a una pequeña habitación en donde al parecer descansan algunos restos del mutilado cuerpo del mártir Hussein. Al preguntar por el contenido del féretro algunos me dijeron que era la cabeza, otros la mano, los menos optimistas, sólo un dedo. Poco importa. El ataúd que se aprecia en la pequeña sala es enorme y está ricamente decorado con incrustaciones de plata. Los fieles se acercan y rezan con fervor o lanzan pequeñas ofrendas en agradecimiento por los favores recibidos.

El Nilo

El Nilo traspasa la ciudad de sur a norte y a sus orillas se aferra la ciudad temerosa del desierto. Por siglos sus habitantes han utilizado un elaborado sistema de canales que gana puñados de tierra de cultivo a las yermas extensiones que le rodean. En ese fértil corredor que sigue las sinuosidades del río, en esos diez metros tapizados de palmeras y de huertos, vive el hombre. Construye sus casas, trabaja la tierra, engendra a sus hijos, muere. El frío del invierno golpea el dorso pelado de las rocas en la intemperie pero no alcanza con la misma intensidad los remansos de agua que se alzan a la vera del río. Los árboles se sacuden al viento y regalan el sonido de su cobijo en las tardes de verano.
Porque en Cairo, quizá más que en cualquier otro lugar, la ciudad es el río que la habita, que delimita sus alcances, que dibuja a su antojo los contornos de la urbe. Antes de que el Nilo fuera dominado por la fuerza aplastante del ingenio humano, su curso cambiaba con entera libertad y con él la disposición de la ciudad entera, que no tenía otra alternativa a la de acoplarse a su ritmo caprichoso. Pero la enorme represa que Nasser construyó en los sesenta con capital soviético y con las ganancias del recién nacionalizado canal de Suez, apaciguó la furia de sus aguas y reguló la irrigación de los cultivos a lo largo de todo el país. Ahora, las aguas domesticadas avanzan y reflejan a su paso la imagen nítida de los altos rascacielos. No volvieron a verse los cocodrilos que antes llegaban al Delta en busca de comida.
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