jueves, 28 de mayo de 2009

Cairo



A menudo, cuando camino por sus calles atestadas de gente o cuando voy en un taxi destartalado que apesta a gasolina, cuando transeúnte, diluido en el calor, constato la desmesurada congestión de sus arterias, la polución y la basura circundante, me pregunto: ¿por qué el Cairo? Pero me basta ver alrededor para entender por qué me gusta vivir en esta ciudad caduca, polvorienta, fascinante.
Tantas lenguas se han conjugado en ella a través del tiempo, hay tantas historias abandonadas en sus callejones estrechos. Caminar por el Cairo es perderse en el tiempo, en una intrincada maraña de edificaciones coptas, fatimíes, ayyubíes, mamelucas, otomanas; mezquitas, tumbas y mercados de diferentes épocas se conjugan en las calles impregnándolas de una vejez inmemorial.
En el área conocida como el Califa está la imponente mezquita de Ibn Tulún, construida al estilo de la arquitectura abasí de Samarra, una de las pocas edificaciones que se conservan de aquella época dorada del Islam. Cerca de allí están los cementerios fatimíes y mamelucos absorbidos desde hace siglos por la ciudad. Macizas cúpulas de piedra blanca emergen con regularidad por entre la uniforme sucesión de techos ocres de los barrios populares. Se trata de los soberbios mausoleos de poderosos emires y sultanes en los cuales, fragmentos del Corán han sido tallados con delicada caligrafía. Un poco más al norte, en dirección al centro de la ciudad, se llega a los restos descomunales de un acueducto que se extiende desde el Nilo hasta el promontorio en donde Salah al Din ordenó construir la fortaleza que por siglos fue la sede del poder en Egipto.
En la cima de la montaña la mezquita de marmol que Muhammad Ali construyó siguiendo los cánones estéticos de la arquitectura otomana observa la extensión opaca y densa de la urbe, el ejército de minaretes que coronan su cielo.
El Cairo copto es un barriecito tranquilo de calles estrechas que alberga antiguas construcciones entre las que se cuentan una iglesia griega ortodoxa, una antigua sinagoga en donde a mediados del siglo XX se encontraron la importante biblioteca del Geniza o la mezquita de Ibn al Ass, primer templo construido a Alá en tierras africanas.
La mayoría de las iglesias allí pertenecen al culto cristiano ortodoxo autóctono de Egipto, tan antiguo como el cristianismo mismo. Una iglesia que hunde sus raíces en los antiguos cultos gnósticos y faraónicos que hace gala un rico arte que mezcla estilos autóctonos con otros grecorromanos y bizantinos.
En el centro de la ciudad los edificios siguen la moda de la arquitectura francesa del siglo XIX. Si se mira con cuidado la delicada ornamentación de las fachadas, se puede ver a las gárgolas, antes impasibles, soportar enloquecidas la marcha sorda de los coches, la naturaleza agreste de los conductores que parecen dominados por un instinto que ignora las más elementales reglas de la cordura.
Pero si los edificios son impactantes, la gente no lo es menos. Una ciudad en la que los hombres usan galabeyas largas y las mujeres se cubren con el velo. Está el negro niqab que tapa el rostro por completo y sólo permite adivinar la cadencia de unos ojos oscuros. Están las largas mantas blancas que se aferran como alas a la espalda y a los brazos robustos de las matronas. Hay velos que enmarcan el óvalo de rostros infantiles que aún no se acostumbran a los incómodos pliegues de la tela. Sí, hay velos tristes que anulan la risa con negros colores, velos cosidos con tedio que emanan un olor rancio; pero hay también velos ligeros como palomas, telas brillantes que parecen imitar la luz del sol, un festival de colores que se eleva con el viento y corona la cabeza de las jóvenes como un abanico de flores. Hay tantas voces en este intrincado símbolo que utilizan las mujeres musulmanas para afirmar su identidad.
En Cairo, el crepitar de las carretas de madera cargadas de melones o sandías se mezcla con el grito del hombre que compra cosas viejas, con el claxon de un lujoso automóvil anegado en un mar de gente, con las campanitas de los niños que visten bombachas turcas y caminan por las calles vendiendo jugo de dátil. A veces veo por la calle a los hombres de fe, barbas largas sin bigote, rostros adustos y una cicatriz redonda en la frente, al parecer como consecuencia del fervor con que se arrodillan a rezar. Sus esposas visten de negro y caminan con el rostro cubierto cargando a un niño en los hombros, llevando a otro de la mano, siguiendo a su esposo en silencio, en dirección al parque o al río.

1 comentario:

Unknown dijo...

Me encanto!! yo creo por el hecho de haber probado un poco de lo mucho que haz descrito de una forma magica el Cairo

Un fuerte abrazo

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