sábado, 18 de septiembre de 2010

Chalok Lum

El pequeño puerto de Chalok Lum está ubicado al norte de la isla de Koh Pha-Ngang, en medio de una angosta bahía rodeada por montañas verdes y tupidas. Las playas, de una arena blanca y minuciosa, están salpicadas de corales y conchas de colores expansivos. El puerto no es más que una pequeña estructura de cemento de no más de cien metros de longitud que se introduce tímidamente mar adentro para encallar embarcaciones pesqueras y otras que llevan pasajeros a los lugares más apartados de la isla. En las mañanas veo las barcazas chicas abandonar lentamente la bahía para después perderse mar adentro, sus espigadas proas blandiendo el horizonte, adornadas siempre con banderines de colores para pedir la bendición de la diosa del mar. La hélice del motor trasero se extiende en un tubo largo que los pescadores maniobran con soltura mientras se van difuminando con el calor matutino, el vaivén de su sombra mezclándose con el recio fulgor del sol. Los barcos viejos, en cambio, esperan oxidados en el muelle, sus carcasas descoloridas a causa del salitre, sus mástiles rotos y podridos. Barcos que alguna vez ondearon corazas orgullosas enfrentando las lenguas iracundas de los mares del Sur de China y que ahora, ancianos, pasan sus días mecidos por la suave marea del puerto.

El sol en estas latitudes es tórrido y prolijo; la humedad anula la voluntad, suprime el juicio, ahoga el alma. Tirado en la hamaca de mi choza, veo a las jovencitas que trabajan en el pequeño restaurante del puerto esperar sin fe el arribo de algún improbable cliente. El polvo blanco del talco que se echan en los brazos y rostros para apaciguar el calor se adhiere como una manta translúcida a sus pieles morenas y contrasta con la oscura lascivia de sus alargados párpados. Comparten susurros en esa lengua thaí de enrevesados caracteres heredados de la tradición pali que los primeros misioneros budistas trajeran desde el sur de la India y el Ceilán, idioma de largas e impronunciables palabras, de tonos melifluos que recuerdan lejanamente la música del chino, esa suave algarabía que ahora escucho con los ojos cerrados, ajeno al significado de sus inflexiones, adivinando el sentido de sus silencios y sus risas. Nunca aprenderé esta lengua, pero intuyo que no es necesario, que es preferible inventar lo que dicen. Arropadas por la brisa del mar, cantan canciones alegres, comen guanábanas, se tiran entre risas las semillas, recogen flores del piso y les arrancan los pétalos indolentes, trenzan sus largos pelos negros, siempre al abrigo del horizonte azul y ondulante, a la sombra de las palmeras que siluetean fogosas en el cielo.

El budismo teravada

El budismo teravada es la religión oficial de Tailandia, a donde llegó, procedente del sur de la India, aproximadamente en el siglo sexto de la era común. A diferencia de la otra gran escuela budista, la mahayana, que se extendió por Tibet, China, Japón y Corea, el teravada encontró a sus fieles en el sur de Asia, en Ceilán, Burma, Tailandia, Laos y Camboya.

La escuela mahayana suele definirse a sí misma como “la vía mayor” y clasifica a la escuela teravada, no sin cierto desdén, como “la vía menor”, pues ésta última carece de la compleja metafísica que exhibe la primera, poblada de bodisatvas y complejos mandalas, elaboraciones posteriores que pretendieron ser una versión más perfecta y depurada del mensaje inicial del Buda. Sin embargo, esa austera simplicidad del teravada tiene un encanto particular y permite un acercamiento inicial más directo a las enseñanzas de las cuatro verdades fundamentales que Sidartha Gautama comprendiera, una madrugada, bajo aquel famoso árbol de Bodhi, tras siete años de intensa meditación.

La enseñanza radicalmente nueva del Buda consistió en el énfasis que puso en el ejercicio racional del individuo para comprender estas verdades que pueden llevar a todo ser humano, sin importar su casta, a la cesación de todo sufrimiento que es el Nirvana. Su mensaje es en apariencia sencillo, pero su consecución puede constar una vida entera: entender que el mundo sensible no es más que una ilusión y que sólo nuestro afán por aferrarnos a eso que creemos cierto genera y perpetúa nuestro sufrimiento, que existe la posibilidad de un distanciamiento y como éste puede llevarse a cabo por medio de la purificación de los deseos y de la superación de la comprensión del mundo por medio de conceptos. Dicho camino permite comprender la verdadera dinámica del cosmos y la cesación de aquello que ata al hombre al sufrimiento.

Pienso en esto mientras veo a los monjes vestidos en sus túnicas naranjas caminar frente a mí en silencio, conscientes de cada paso que dan, recordando siempre ese fin superior al que han dedicado sus vidas. Por más de dos mil quinientos años, monjes iguales a estos se han aferrado a sus tradiciones, rechazando cualquier idea de cambio con una tozudez ejemplar, empecinados en conservar la pureza de un mensaje que veía en la complejidad metafísica del hinduismo un impedimento para acceder a una prístina comprensión de lo divino, que creían en la necesidad de la no violencia, en el respeto a toda forma de vida, en la humildad y la pobreza como virtudes máximas. Pasa el tiempo y aquí siguen: sólo poseen un cuenco y una bata ajada; el universo entero les pertenece.

El mar de Andamán

Desde el momento en que abordamos el barco en el puerto de Surat thani, llega a nuestra mente, como un eco fortuito, la voz de Emilio Salgari, y ese arsenal de recuerdos, de viejas lecturas, historias de piratas legendarios que combatían con igual tenacidad a los invasores europeos, a los incansables tigres, a la incisiva inclemencia de los elementos. De la mano adusta de Sandokán visitamos por primera vez, hace tanto tiempo, estos mismos archipiélagos de islas imposibles que se alzan como montañas desquiciadas en medio de la nada, seguimos sus azarosas rutas por el Mar de China, atracamos en las costas de Java, de Borneo y de Bengala, siempre en compañía de duros mercenarios malayos y dayicos. Enfrentamos, por honor antes que oro, a europeos nunca tan fieros ni salvajes como nosotros. Soportamos naufragios y cautiverios, hambre y sed, pero también conocimos días festivos derramando lujuria en los labios de alguna cortesana.

Todo eso nos llega de improviso mientras miramos desde el barco los tímidos islotes que se adivinan a lo lejos. Entonces vuelve a asaltarnos la idea de averiguar la localización exacta de la isla de Mompracem, aquel refugio legendario del bravío rey de Borneo, ese que nos mostró por vez primera que el mundo no terminaba en Europa.

Cuántas historias esconden estos mares lustrosos, cuanta desmesura y ebriedad y codicia, ahogada por el tiempo en lo profundo de estos horizontes en apariencia apacibles. Ahora, mientras los cielos reposan serenos y el llanto de olas perezosas apenas salpica de agua la borda, buscamos las pistas que nos lleven a nuestros héroes de infancia: un viejo galeón encallado, una espada enmohecida, acaso un inservible y dorado catalejo. Nada. El paisaje, embebido en la contemplación de sí mismo, parece querer negar la existencia del pasado.

Y de repente algo nos revela aquello que venimos buscando. Grabado está en los rostros curtidos de la gente, palpitante en las lenguas de fuego que se adivinan sonoras en sus venas, gritando desde esos ojos raídos, cansados de mares y abismos. Pero no se trata de aventuras de románticos piratas; es la memoria del colonialismo europeo, con toda su herencia de racismo, odio e ignorancia.

Monasterio de Wot Kaw Tham

Perdido en una montaña, en medio de la isla de Kho Pha-Ngang, está el monasterio de Wat Kow Tham. Para llegar a él es preciso subir por una carretera irregular y empinada, rodeada por un bosque tropical de altas palmeras y bulliciosos insectos. Un anuncio te obliga a dejar la moto estacionada y seguir el recorrido a pie. Comienzas a caminar y no tardas en notar, entre las ramas, una humilde cabaña que se yergue sobre palafitos. Hay gallinas y a lo lejos se oye la voz de un radio mal sintonizado, quizá promocionando algún producto de belleza o tarareando alguna canción de moda. El sonido se difumina en medio del calor que emerge denso y húmedo de la tierra. Un pequeño perro sale ladrando a tu encuentro. Empiezas a ver, poco a poco, las pequeñas casas de los monjes, extendidas en los tendederos las telas naranjas emblemáticas del budismo teravada, los diversos altares con imágenes del buda y más abajo, una estupa dorada a la que se accede a través de un caminito de piedra cubierto de árboles, imágenes del buda e incienso. El silencio solo es interrumpido por el jugueteo ansioso de otros tres o cuatro perros que mueven su cola en torno tuyo. De repente, aparece un monje de lentes gruesos, te agarra del brazo y te conduce sonriente a través de un pequeño caminito cuesta arriba que conduce a un pequeño templo. Entonces se detiene, lo señala en la distancia y te insta a subir. Trepas con dificultad los empinados escalones y cuando finalmente llegas, la recompensa es inseperada: el golfo de Tailandia se abre generoso en la lejanía en un múltiple derroche de sol y colores. Montañas tapizadas de un verde salvaje bajan rocosas hasta las playas formando diversos acantilados y arrecifes. El templo en la cima de la colina es un pequeño recinto rectangular pintado de azul marino, abierto en tres de sus lados, en el otro, la imagen del Buda, dorado e impasible. Abajo suyo hay una pequeña barcaza de metal en la que arden varios palitos de incienso y algunas velas. No oyes siquiera el estallar de aquellas olas etéreas en la lejanía, no ves tampoco ese mar tapizado de turquesas. Todo aquí arriba es silencio.   

Koh Tao

Koh Tao, la más pequeña de las islas que emergen fugaces al occidente del Golfo de Tailandia, no tiene más de veintisiete kilómetros de extensión, pero su accidentada geografía ofrece un universo fogoso y sorpresivo. Tierra adentro, el terreno es empinado y agreste. Una selva tropical se aferra terca a las lúbricas laderas haciendo del verde un solo sudor vegetal a través del cual se cuela la voz plateada de los pájaros, el grito siempre extasiado del mico, el serpentear hipnótico de las culebras. Las palmeras erguidas, delgadas y solitarias, lavan sus hojas con la fuerte brisa de la tarde. El cielo se puebla de nubes y los animales extáticos multiplican sus chillidos. De pronto, como siguiendo las órdenes de una voz poderosa y suprema, la lluvia se derrocha sobre los árboles, las hojas reverdecen en el olor fecundo de la tierra mojada y la isla entera se entrega a una copula feliz con el agua, a la celebración de un nuevo comienzo en el ciclo inagotable del mundo.
Poco después, cede la tormenta y decidimos bajar al mar. No hay aquí arenas lánguidas que se derramen plácidas en las olas. Por el contrario, las playas rocosas bajan abruptas y se hunden en el agua creando un maravilloso festival de arrecifes, un ecosistema único en diversidad y color. El sol emerge lejano entre las nubes y derrama sus rayos sobre las aguas claras. Bajo el mar, la luz parpadea intermitentemente, siguiendo el ritmo elemental y poderoso de la marea. Poco a poco una variada fauna empieza a exhibirse: grupos de barracudas bailando al unísono; peces flauta alargados y translucidos; peces mariposa de cuerpos delgados y amarillos; ostras de labios carnosos y excéntricos colores, como si se tratara de abrigos de pieles o de boas disfrazadas, abriéndose y cerrándose con el mismo ritmo de las olas; peces payaso juegan entre las anémonas mientras otros más pequeños de un azul eléctrico picotean un coral que se abre redondo y verde como una lechuga. Súbitamente, en medio de este espectáculo animal, aparece a nuestro lado un tiburón. Aletea con soltura a nuestro alrededor mientras nos mira de lado con su ojo diminuto. Dejamos de nadar y observamos inmóviles la reacción del escualo. Cuando lo perdemos de vista, otro más pequeño aparece siguiendo la misma ruta del anterior, rodeándonos curioso, intentando descifrar si somos comestibles. Ambos animales nos dan varias vueltas hasta que finalmente se cansan y se alejan. Al parecer son bastante comunes en las costas de Koh Tao y son inofensivos, pero es imposible no sentir un miedo visceral al tenerlos tan cerca. Con el corazón en la boca, nadamos como podemos hasta la orilla.
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