lunes, 1 de enero de 2007

Marruecos

La gente

Es preciso comenzar con la gente. En Marruecos, la gente lo es todo. La magnificencia agotadora de los museos le es ajena. Los hay, claro está, pero se trata de elementos foráneos, piezas raras que encajan con dificultad en la atmósfera de las ciudades. Aquí lo más importante está en las calles. Cada transeúnte lleva consigo una impronta, una marca propia, un sello que lo distingue de los demás. Ayuda a la gran variedad de caracteres un mestizaje labrado con paciencia, a fuerza de haber sido siempre Marruecos un cruce de caminos. Infinidad de pueblos de los más diversos orígenes se congregan en la puerta de entrada al Mediterráneo: desde los beréberes, milenarios habitantes del país, hasta los árabes, que llegaron como un tornado desde el Este, pasando por los esclavos traídos desde los más hondo del continente, los judíos expulsados o refugiados de la barbarie cristiana, y todo tipo de paria, de forajido o desterrado se han dado cita en este lugar dando forma a una diversidad física enorme.
Aquí todo es sorpresa, encanto, repulsión. El anciano ciego que camina dando tumbos y golpeando con su báculo a todo el que se le atraviesa, mientras recita, con monótona insistencia, un versículo del Corán; la voz afectada, los sonidos altisonantes, la mirada perdida. La mujer beréber que, envuelta en sus mantas, deja adivinar tan sólo los ojos más azules que es posible imaginar y unos tatuajes en el rostro que la identifican como una mujer casada y advierten al caminante para que se abstenga de dirigirle la palabra. Las figuras altas y encorvadas, adornadas en su cenit con turbantes de colores vivos y brillantes que imitan los colores de las flores, y dejan entrever tan solo unos ojos adormecidos por el tedio. Las barbas largas que se adhieren a los rostros, bajan lánguidas hasta tocar los pechos ajados por el sol. Los sombreros cosidos con lanas de colores, ceñidos al cráneo como una prolongación de estos últimos, ornamentada y festiva. Las batas largas, de un blanco impoluto, que dan un aire docto a los hombres maduros y regalan prestancia a los jóvenes más imberbes, caminando juntas, como una procesión de espectros, en dirección a la mezquita o a la madraza. Las sandalias de puntas elevadas, regalo estilístico del lejano Afganistán, ejemplo claro del placer de los persas por la gracilidad de las formas y la tenaz insistencia con que buscan el cielo. Las carretas de frutas que avanzan perezosas por las calles tortuosas y ofrecen higos, melones, sandías, las más variadas clases de dátiles y aceitunas, abriéndose paso entre la multitud que atesta las calles al caer la tarde, cuando el calor se hace soportable. Las jóvenes de todos los colores posibles, que dejan su velo en casa y exhiben sus cabelleras con el mismo orgullo y desenfado con que mueven sus caderas. Los rostros adustos, pulidos por el sol y la arena, que miran desde los cafés en mesas coronadas por teteras de plata llenas de un té de menta que les ayuda a mitigar el paso de los días y las noches, inmutables. Las peleas callejeras, llenas de insultos, de gritos, de amenazas, carentes de golpes, de sangre, de agresividad; una suerte de gimnasia verbal que reafirma la masculinidad de los hombres demasiado cansados para entregarse al viejo ejercicio de los puños. El sonido seco, brusco, de una lengua ajena, que no logra aún ser descifrada, pero que, por lo mismo, nos permite concentrarnos en la cadencia de sus notas, en la variación de su ritmo, en el énfasis de sus frases. Los abrazos, las frases prefijadas, los besos de saludo, las explosiones súbitas de júbilo, las largas risotadas opacadas por la música que sale de las tiendas, que inunda las calles, contagia a los caminantes que en cualquier momento se vuelven danzantes y se entregan dóciles al ritmo que imponen los parlantes ensordecedores. Todo esto, pálido reflejo del espectáculo diario que ofrecen las calles en Marruecos. Ciudades vivas, frustradas, soñadoras, anhelantes, reprimidas, vibrantes, locuaces, densas.
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La espera.

Marruecos es un país que espera. Es un país detenido en la modorra de una siesta perpetua, de un tedio que adormece a las ciudades desde el momento mismo en que el sol comienza a fulminarlas con crudeza. Sus hombres, sentados en las mesas de los cafés, ¡cuántos cafés!, gastan el tiempo en silencio, mirando a la gente pasar, fumando un cigarrillo. Las mujeres caminan en grupo, apresurándose en las puertas de las casas, adentrándose en un mundo vedado para los hombres; las voces y sonidos que se filtran por las ventanas y otorgan otra faceta del hastío, detrás de las cortinas, del otro lado, allá donde se escuchan las risas y los susurros. La espera se yergue en los ojos de los caminantes, en las conversaciones de sus gentes, en la modulación de sus palabras. Una espera labrada por el tedio y la esperanza. Es una espera de dos caras, que revela el anhelo y la inocencia, pero que, al tiempo, dibuja rostros habituados al cambio, ahítos de los avatares de la historia. Ojos insondables que denigran del movimiento, de la voluntad, del deseo.

El recuento que Ibn Jaldún hace de los reinos e imperios, pretendidos y reales, la ambición de sultanes y visires, que ha hecho de África del norte un territorio tan cambiante, tan inestable, tiene una lógica interna que permite, incluso, predecir los sucesos que ocuparán el futuro. Ese tipo de certeza es perceptible en la manera particular de esperar que puede apreciarse en algunos marroquíes. Es el tipo de mirada que descansa en los objetos sin tocarlos. Mirada fugaz, etérea, que no se adueña de lo que ve. Mirada adiestrada en imágenes del pasado que regalan una forma plausible del porvenir. Esa mirada no espera, solamente está. Es la mirada de aquel que evita lo contingente a fuerza de saber el inevitable destino de toda empresa humana.
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La llamada a la oración.



Cada ciudad se hace dueña de una particular manera de llamar a la oración. Algunas se esfuerzan porque sus voces salgan lentas y fluyan perezosas a través del megáfono. Otras prefieren el tono marcial, el canto brusco, la voz cortada que achica las palabras y les otorga la música del tambor. Hay ciudades que juegan con las palabras. Encojen unas y alargan otras sin seguir una lógica determinada, conforme a la voluntad y el ánimo del cantor. Voces cambiantes que regalan la altura de los minaretes y refrescan el llanto de los niños en las tardes de estío. Son ciudades que ríen con la misma facilidad con que lloran. Ciudades caprichosas que se asemejan a las muchachitas malcriadas. Ciudades para quienes la risa y el llanto son tan sólo expresiones distintas de las mismas emociones.
Hay ciudades, en cambio, en las que Alá es el único sonido diáfano en medio de una verborrea incomprensible, de una retahíla de ruidos roncos. Ciudades rectas de corazón pero cortas de palabras. Ciudades que dan la vida por una causa, por cualquier causa, pero jamás otorgan una explicación.
Hay ciudades en las que el canto imita aquello más próximo y cotidiano. Ciudades en las que sobra la imaginación por ser la realidad más vasta y compleja que las leyendas de los hombres o los sueños de los niños. Ciudades en las que la mezquita canta a Alá con el llanto de las cabras, el mugido recio de las vacas, el idioma incomprensible de las bestias, más caro, quizá, a los oídos de Dios.
Hay ciudades de montaña en donde el aire no conoce más que el aliento afilado de los acantilados, la voluptuosidad del viento que pule con el tiempo la faz de las rocas. Ciudades en donde nada es suave. Todo es parco, fuerte, claro. Ciudades que esconden la ternura bajo el disfraz de la aspereza. Su canto lo revela. Arropa con un candor sutil a sus gentes. Las cubre y las unge con su tenor lenitivo.
Es el canto de las ciudades que se filtra por las calles estrechas, por los socos atestados y encuentra su hálito en los altos minaretes. Regalan su voz primera en las madrugadas. Horas oscuras que nada más conocen el paso afelpado del gato, la plegaria de los hombres de Dios, el abrazo de los amantes furtivos. Pero su voz alcanza su más estilizado aliento bajo el sopor de la tarde, cuando las gentes reposan bajo los techos de las casas y el sol es la única presencia fija en el horizonte. La voz de las ciudades se alza entonces solitaria y llena los corredores, las habitaciones de las mujeres, los patios de fuentes secas, las palmeras inmóviles.
Detente caminante y escucha. Son las ciudades que gritan, desde tiempos inmemoriales, esculpen el perfil de sus habitantes y adquieren, con empeño, una voz propia. Un canto curtido por los años, afinado con cuerdas invisibles que atraviesan las calles de las medinas. Arpegios tenues que revelan el carácter de cada lugar, lo dotan de un aura fina, precisa. Son las ciudades que reclaman sus rostros, que los definen en una urdimbre de sonido y piedra.
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Fès.

Observar a Fès, desde el gran promontorio natural que se yergue al sur del cementerio es como ver a una ciudad hecha de agua, una ciudad que es río y que baja turbulenta en voces encontradas, en historias dispares, en pasado espléndido, en presente decrépito, montaña abajo, con todo su arsenal de casas altas vestidas de ventanas diminutas a través de las cuales la luz no osa aventurarse. Ciudad blanca, cuarteada por el abrazo continuo del sol.
Ciudad de minaretes esbeltos que ofician como mástiles y dirigen la embarcación en su caída perpetua. Pero, al mismo tiempo, la ciudad se revela y se adhiere a la montaña. Se baña en sus aguas pero se resiste a su fluir, extiende sus puentes y calles sobre las salientes de la roca, terca araña que enfrenta los embates de la corriente que pretende borrarla de la geografía de aquel valle abierto y luminoso.
El agua llega a Fès y ahí se hace danza. Baja por las calles cargada de basura, se derrocha en los grifos de las fuentes que nadie se ocupa en cerrar. Lava las aceras en atardeceres mansos en los que el polvo es el único que se aventura más allá de los zaguanes. El agua purifica a Fès en todo momento, pero esta ceremonia de higiene religiosa, más escrupulosa que el ritual de la oración, devora poco a poco a la ciudad, la enajena de sí misma, la hace otra, más limpia, quizá, menos ella.
Pero la ciudad ruinosa se resiste a perecer. Cada día renace recubierta de una gloria caduca, de una sabiduría pasada, que le permite resistir, digna, el embate constante de la purificación.
Habrá un día en que amanezca y aquello que era Fès habrá desaparecido. Sus habitantes se levantarán en la mañana y constatarán sin asombro lo que ya habían previsto. El agua bajará con otra cadencia. Otras músicas adornarán las piedras mustias, los árboles solitarios de las riberas. Fès será un recuerdo. Una ciudad inventada con trazos de memoria y leyenda.
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Kairouan.

La mezquita de Kairouan encierra tantos misterios como tiene el hombre capacidad para inventarlos. Su historia se bifurca, se multiplica, según el capricho de cada persona. Cada quien la modifica, la expande o la contrae a su antojo. Se trata de un ejercicio de ecústica[1], conseguido a lo largo de siglos de terca labor. Alguien dijo una vez que aquel que llegara a contar la totalidad de columnas que sostienen su cúpula, enloquecería.
Su biblioteca llegó a albergar en su momento de mayor extensión algo más de veinte mil volúmenes. Cuántos de ellos persisten hasta ahora es un secreto que sólo algunos logran desvelar. Los cristianos no tienen acceso a la universidad y la ciudad de Fès es tan compacta que apenas puede seguirse el curso de sus muros a lo largo de las callejuelas que la rodean.
Imagino a los viejos ulemas recorriendo con cuidado los pasillos atestados, comprobando con minucia la presencia de cada incunable, acariciando los lomos rugosos de piel de cordero, abriendo sus páginas descuadernadas, consultando las iluminaciones de colores difusos que regalan la historia de reyes depuestos, dinastas oscuros y visires ambiciosos. Borradas sus señas por el tiempo, los rostros anónimos descansan sobre caballos de ojos encendidos, el cuerpo erguido, la espada blandiente, el rostro impertérrito. Buscan en ellos la huella de lo eterno. A través de los rasgos de un pasado cambiante, intentan descifrar el germen de lo permanente. Sus ojos repasan los caracteres tantas veces conocidos, los pasajes memorables, las batallas gloriosas. Imagino la manera particular como la noche entra en los salones, inunda las repisas, se hace más densa, transparente.
Es entonces cuando las velas adustas rondan los corredores, roen los estantes, expurgan las páginas decoradas con letras generosas que se expanden con la misma facilidad que se contraen. Los ojos vacilantes, la cera quemada, el polvo que se asienta buscando reencontrar el reposo perdido. Cuando el cansancio adormece la curiosidad y los rumores de la ciudad se hacen murmullos, regresan en silencio a sus estancias. El día siguiente los aguarda. Otras páginas esperan el abrazo memorioso de sus dedos.
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Marrakech.


Marrakech amanece a la sombra de montañas que en invierno se ocultan bajo una capa de nieve. Nevados que vigilan en lontananza el paso inclemente de los años, el grito aguerrido de los hombres, las conquistas, la victoria, el lujo, la derrota. Montañas altas que guardan en su seno la sangre de tantos que han muerto por conquistarlas.
Todo lo demás es valle. Las planicies se extienden hasta que el ojo y el calor deforman el horizonte. Salvaguardada por los Atlas, la ciudad se yergue segura, al abrigo del desierto. Puerta de entrada al gran Sur, desde allí se emprendieron grandes campañas que intentaron sojuzgar a los pueblos tercos del desierto. Todas estas empresas, de un modo u otro, fracasaron. Pero dejaron su huella. Una impronta que se ve en la fisonomía de las gentes, en el furor encontrado de las voces, en el calor pesado de sus calles. Hay allí un poco de todo y el andar convulso de la ciudad así lo testimonia. Su mercado es el más grande y abigarrado que puede verse en Marruecos. Es, a su vez, el más triste y anónimo. Allí se dan cita los artesanos de las costas de Safi. Sus cerámicas decoradas con motivos diseñados según los caprichos del mar, regalan las voces de las olas, el grito hondo de las gaviotas. Los marroquineros de los pueblos de las montañas con sus hileras interminables de zapatos, de cinturones, de bolsos, siempre iguales. El olor de la piel de cabra inunda las repisas improvisadas a lo largo de la calle. El ruido ronco de las máquinas que moldean el metal. Los hombres de manos negras, acostumbradas al tacto del hierro. Las lámparas exhibidas, orgullosa culminación del oficio. Los vitrales que cuelgan de los techos y regalan nuevas perspectivas del color con cada rayo de luz que se cuela por las tejas. Las alfombras tejidas a mano, desplegadas y enormes dibujan signos mágicos, talismanes beréberes que alejan el mal de ojo al tiempo que visten las paredes. Los ancianos que zurcen con cuidado las jellabas, adornan sus cuellos y mangas con figuras rizadas que imitan la grafía de los noventa y nueve nombres de Alá. Los cuernos de almendra, las donas en miel, los mazapanes que ofrecen las mesas azotadas por la caterva de moscas que el vendedor intenta repeler con movimientos constantes e infructuosos. Los joyeros recelosos que aguardan algún cliente improbable, oscuros en tiendecitas diminutas, en donde esconden tesoros de plata, obras maestras de orfebrería que a nadie enseñan y se contentan con observar al medio día, cuando la luz penetra directamente en el mercado y baña las calles limpias de gente.
Las farmacias que venden el jabón negro, capaz de aliviar el remordimiento y las esencias naturales que cortan los resfriados y ahuyentan a los malos espíritus.
Pero la noche regala a Marrakech su don más precioso. Cuando la luna surge detrás del minarete de la Kutubia y el humo de los puestos de comidas que atiborran la plaza de Dja el fna, la ciudad adquiere un tono de irrealidad, un aire festivo y teatral que sumerge al visitante en una vorágine de sensaciones que le impide apreciar con detenimiento lo que sucede a su alrededor. Es entonces cuando la música improvisada de algún grupo callejero oficia como guía y conduce a los incautos en una caravana desenfrenada de olores, ritmos, sabores y texturas. Las altas horas de la madrugada sorprenden a la luna en su cenit. El humo se ha disipado. Los domadores de serpientes, las mujeres que adornan los cuerpos con hena, los cuenteros ambulantes, los vendedores de pócimas, guardan ya sus cosas. Algún músico prolonga la velada con una lenta canción que sale de su mandolín. El silencio se apodera de los momentos perdidos y la noche adquiere su verdadera dimensión. Lejos aún la mañana que descubrirá los restos de lo que ha sido el carnaval, lejos aún el calor del sol que purificará sus pecados nocturnos. Cada día Marrakech aguarda adormilada la llegada de la noche, espera el crepúsculo para vestirse de nuevo de lo que alguna vez fue y deleita, con sus trajes raídos a los visitantes que vienen en busca de esa embriaguez sutil de los sentidos que algunos gustan de llamar Oriente. Marrakech se disfraza cada noche y al hacerlo, alcanza su esencia más pura, esa que se le escapa con la claridad del día; el día claro que embota los sentidos más finos y define con nitidez la naturaleza de las cosas.
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Sahra.



Nada hay en el desierto. Nada. Sólo el silencio contempla taciturno el movimiento acompasado de la arena, sus formas caprichosas, las colinas mutables que el viento moldea a su antojo. Alguien dijo una vez, que el desierto sólo puede gustar a los locos o a los profetas. Ambos, es claro, están más cerca de Dios. La deslumbrante monotonía que regala el entorno invita a la reflexión. Pareciera que la brutalidad del paisaje golpeara al hombre y lo obligara a esconderse en sí mismo. El cielo desnudo de nubes dicta la norma, y ésta, mientras el sol dibuja su trayectoria por la bóveda celeste, no es afable. Pero la crudeza de la realidad conquista allí las formas más claras de la belleza. Imperturbada por aditamentos vanos, se regala allí, diáfana. La dimensión del vacío y el vértigo que produce la sensación de infinito, constatan que sólo el desierto es capaz de engendrar profetas.
Nada hay allí y, sin embargo, el misterio que encierra la ausencia empuja al visitante a extender su visita. La noche llega acompañada de tormentas que se disuelven pronto, dando lugar a una claridad apacible. La oscuridad se instaura en el desierto como una orden marcial; se hace su dueña. Las palabras se enredan en la garganta cuando intentan salir, pero el cuerpo gana en ligereza. Si la luna está presente, dirige la operación y no se emite el menor ruido. Cuando descansa, las estrellas juegan a lo lejos, pero se trata de un juego mudo, casi imperceptible. El desierto se esculpe a sí mismo a fuerza de acumular silencio. Allí, el sonido, es una imposibilidad. Su voz se hila con ausencia y arena. Es una voz suave, un murmullo. Basta callarse para escucharla.

Llegamos a la aldea a las cuatro de la tarde. El sol todavía abrasaba y pocos se aventuraban a ir más allá del pórtico de sus casas. Algunas mujeres vestidas de blanco caminaban juntas. El ébano de sus rostros resaltaba la blancura de sus prendas. Bajamos del carro. Una muchedumbre de niños se nos acercó con curiosidad. Mientras los saludábamos nos dirigimos a una casa en medio de la villa. Allí nos recibió Muhammad. Es un hombre joven, ancho de brazos aunque no muy alto. Tiene una mirada tranquila y una voz tan suave que es necesario acercársele para escuchar lo que dice. Nos hizo pasar a una habitación en donde, poco después, nos sirvieron té y galletas. Otros jóvenes entraron en la habitación: Abdul Asis, su primo y Rashid, su hermano menor. Eran quienes hablaban francés y los únicos con los que podíamos entablar una conversación. Nos hablaron de sus proyectos, del grupo de música gnawa, de la asociación que crearon para el bienestar del pueblo, del matrimonio que iba a tener lugar aquella noche.
Muhammad ocupa casi todo su tiempo entre la música y la educación de los jóvenes de la aldea. Cuando no está tocando con los “pigeons du sable” está en la escuela con los niños. “Invierto todo el tiempo que puedo en su educación. A veces puedo pasar hasta todo un día con ellos. Usualmente son ellos los primeros que se cansan”, dice entre risas.
En la noche, visitamos a los hombres que iban a contraer matrimonio. Todos estaban vestidos de blanco. Esperaban en una habitación pequeña mientras tomaban el té y comían pastelitos. Sus futuras esposas estaban afuera recibiendo la romería de mujeres que se acercaba a felicitarlas. Sus trajes eran de colores y vestían unos sombreros altos que se bifurcaban a la manera de cuernos.
En el centro de la plaza un grupo de hombres y mujeres con los rostros velados seguían una danza en la que se adivinaban los rasgos característicos del cortejo. Ambos, separados y divididos en dos filas, se acercaban y alejaban al ritmo de los tambores.
Al momento de la cena, las mujeres esperaban, sentadas en alfombras dispuestas en los antejardines de las casas, a que los hombres terminaran su cena para comenzar a comer. Es una tradición que se observa incluso en la cena más cotidiana y que parece no incomodarlas. El ejercicio del feminismo aún no llega a su aldea.
Toda la noche la pasamos en medio de la música. La gente se turna para tocar los tambores en honor a los recién casados y los cueros de los tam tams imponen el ritmo de las primeras luces del alba. El día se impone finalmente y los danzantes exhaustos se detienen para descansar. Es necesario dormir porque las bodas duran varios días y es indecoroso abstenerse de celebrar.
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Imilchil.

Hay un pueblito en las montañas de los Atlas, a tres horas de distancia de Tinehir, al Sur Este del país, que se llama Imilchil. Es famoso porque a finales de agosto o principios de septiembre se lleva a cabo una feria matrimonial, en la que las mujeres jóvenes llegan de todos los pueblos cercanos para escoger a sus futuros esposos. Hassan, el beduino, nos contó el origen de esta insólita celebración.
Antes existía una rivalidad muy antigua entre dos tribus de la región debido a la escasez de agua y a los problemas para su consecución. Un día, la hija de una de las tribus pidió a su padre permiso para casarse con un joven de la otra tribu, a quien amaba. Tanto el padre de la muchacha como el del joven se negaron a aceptar este matrimonio. Los jóvenes, desesperados, subieron cada uno a una montaña, desde donde comenzaron a llorar sin consuelo. Al cabo de un tiempo, las lágrimas de ambos comenzaron a bajar hasta un valle cercano y formaron un lago inmenso que dotó de agua a la comarca y zanjó las disputas entre las tribus. Los padres, contentos, otorgaron su permiso para el casamiento y los jóvenes pudieron vivir felices por el resto de sus vidas.

El relato es tan sólo el abrebocas y la excusa para que cada año se agolpen allí jóvenes de todos los pueblos circundantes en busca de una pareja. Rostros claros, limpios, joviales, que miran con timidez y deseo. Ya no hay necesidad de llanto. Todos ríen y se buscan mientras bajan por las calles de la mano con sus amigos. La música anuncia el comienzo de la ceremonia. Las mujeres toman la delantera; ahora son ellas las que eligen.
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Escritores.

África guarda en la memoria de las gentes la sensación de lo inhóspito y de lo inagotable. Es el gran continente, que con sus desiertos tantas veces narrados, sus sabanas pobladas por las más variadas especies, sus selvas que guardan las almas de todos sus aventureros, evoca una sensación de inmensidad que sobrecoge al hombre.
Todo aquel que llega hasta allí va en busca de un sueño o intenta borrar un pasado. Cada cual, a su modo, esconde algo que busca olvidar en medio de la exhuberancia inclemente. Aquí se llega para empezar de nuevo. La esperanza, sin embargo, no consuela a quienes fondean en sus costas con el ánimo de quedarse. Se trata más bien de una necesidad animal, de un tedio labrado con mesura en sociedades que se han deshumanizado. Se trata de un grito que pretende constatar la humanidad adormecida, la intuición de una vida latente. O quizá se trata del abrigo que se ofrece en su seno. Hombres de las más oscuras procedencias llegan para evadir el acecho de la justicia o, peor aún, de la conciencia. África ofrece para ellos la última frontera. El lugar donde nada, por fantástico que parezca, deja de ser plausible.
Pienso en los escritores que la han morado y en las disímiles razones que los han empujado hasta allí. La imagen que se impone con insistencia es la de Arthur Rimbaud. Abandona todo: en especial las letras. Éstas no han logrado transmitir aquello que lo embarga. Cruza el África en dirección a Adén. ¿Quién es este hombre, en otro tiempo poeta, ahora traficante de armas, siempre fiel a su espíritu iconoclasta, a una necesidad que escapa de lo corriente? ¿Qué empuja a lo salvaje a quien en sus versos denunció el salvajismo endémico de sus compatriotas? La naturaleza es más fuerte que la voluntad y castiga a quien contradice este axioma.
Un poco más atrás del genio, se asoma aquel que nunca lo fue, aquel que debió labrar su talento a fuerza de duras jornadas de trabajo, aquel a quien Sartre tildó de idiota y cuyo retrato denuncia un espíritu más dado a la glotonería y los placeres cotidianos que a la reflexión o a la introspección. Gustave Flaubert viajó a Egipto para despejar su mente luego de constatar amargamente que su primera novela era un bodrio. Regresó de allí no sólo con los ambientes para Salambó y La tentación de San Antonio, sino también con una sífilis que lo habría de acompañar por el resto de su vida. Dejó algo allí, pero no regresó vacío. A partir de entonces su escritura cambió y encontró una vía que le permitió, con el tiempo, alcanzar las cimas de su Madame Bovary o Bouvard et Pécuchet.

Albert Camus no huía de nada cuando llegó al África. Aunque por momentos pretendió y creyó haberla olvidado, la soledad que impone el desierto estaba ya de antemano instalada en su alma. Su madre dio a luz un hijo el siete de noviembre de 1913 en la ciudad de Mondovi, Argelia. Camus dejaría su patria por Francia, pero ese vacío iría con él a todos lados. Quizá nadie haya descrito el desierto con la sobriedad con que él lo hizo en los ensayitos titulados el verano. Y es que África estaba en su sangre tanto como en su voz. En él, la arena y el cielo, el silencio y el letargo son la norma. Es posible rastrear el sonido de las olas en las playas de Orán o el ímpetu pausado pero seguro del viento en la cadencia de su prosa.

Paul Bowles llega a Tánger para quedarse. No son pocos los que afirman que fue su manera de ocultar su nunca aceptada homosexualidad. La ciudad lo abrigó en su seno y le amó como a muchos otros, pero, para él, fue ella siempre única, incomparable. No buscaba Bowles en Tánger más que un rasgo de humanidad y supo encontrarlo en la manera como en ella convivían diariamente la corrupción y la devoción, el vicio y la piedad, el lujo y la miseria. La vida de Bowles es una oda de amor a Tánger, cada rutina perpetuada, un beso robado. Sublimó su amor en Tánger y ella, dicen algunos, supo corresponderle.

Se podría decir que el periplo de Elias Canetti es un viaje lingüístico en busca del origen. Su vida no fue otra cosa que un trasegar de lenguas, un cuestionamiento continuo por Su Lengua. Bulgaro, ladino, inglés, francés, hebreo y sobre todo, alemán, son las lenguas por las que el joven Canetti trasegó, inocente en un comienzo, y que desencadenan luego una reflexión continua sobre la lengua y el lenguaje. Pero es su viaje tardío a Marruecos el que determina el encuentro con sus orígenes y con la eterna oralidad, desde siempre olvidada. Su abuelo había sido un judío sefardí que aún hablaba el ladino. Allí, cada esquina evoca su recuerdo, cada cuentero callejero reproduce los gestos y la voz del anciano. Se deja seducir por la potencia que ofrece la poesía de una lengua que ignora, pero que siente íntimamente cerca. Son las voces semíticas que anidan en su pecho y que no hacen distingos de creencias, pues obedecen a un impulso anterior, a la vez humano y divino: la voluntad de nombrar.

Para Antoine de Saint Exupery, el cielo era el lugar más anhelado. Lejos de los hombres de una época que decía odiar, el cielo lo abrigaba del bullicio necio del mercado. Sólo una cosa rivalizaba con el cielo: el desierto. Y para él, no hubo nunca nada mejor que sobrevolar el Sahra. Era como encontrarse en la frontera entre dos infinitos, atento traductor del diálogo entre dos soledades. La sencillez y profundidad de su prosa atestiguan que fue un atento amanuense. La continuidad del paisaje y la monótona cantinela del motor impusieron en él un tono acompasado y austero. Visitó muchos lugares, desde Rusia hasta la Patagonia argentina, pero siempre tuvo que regresar. El desierto lo llamaba como a pocos.
Se trata acaso de un hombre o de un dios pagano que irrumpió con toda su fuerza en el mundo de los hombres y que aún ahora, a más de cuarenta años de su muerte, no deja de asombrarnos. Ernest Hemingway lo hizo todo y de la manera en que quiso. Llegó incluso a elegir el día de su muerte. Una fuerza interior que no parecía humana lo empujaba. No era un hombre, era un volcán, se dijo una vez. Y los volcanes no piensan, actúan. Su trashumancia no obedece a otra cosa que a la voluntad expresa de ser pura acción. El pensamiento estorba a quienes conocen de antemano las reglas del juego. Y en África encontró aquello que buscaba. Allá, el verbo actuar se conjuga siempre en presente. Nunca fue más feliz que cuando, al abrigo del mundo, perdido en alguna sabana, jugó a ser hombre.








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[1] Por ecústica se entiende un efecto, mezcla de eco y acústica que, además de repetir lo enunciado, lo expande y multiplica.

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