lunes, 24 de enero de 2011

Harar

Vengo a Harar tras la sombra de Richard Burton y Arthur Rimbaud. Burton, un aventurero inglés, diplomático y traductor de Las Mil y una Noches, fue el primer europeo en entrar a la ciudad sagrada, a donde llegó disfrazado de comerciante árabe, recaudando información para trazar mapas detallados de Somalia y Abisinia. Rimbaud, después de abandonar la poesía y luego de largos años de errancia por las costas de Java y Yemen, se estableció en Harar y allí emprendió una próspera carrera como comerciante de armas y café. Ambos, hace ya casi dos siglos, caminaron estas mismas calles de piedra, durmieron bajo este cielo, se dejaron seducir por el encanto de esta pequeña urbe salvaje que, aferrada a las montañas de Chercher, mira la extensión inmensa del valle de Ogadén, las impávidas planicies, siempre a lo lejos.

Importante centro comercial y cruce de caravanas desde el siglo XVI, Harar es por muchos considerada la cuarta ciudad más sagrada del Islam, después de la Meca, Medina y Jerusalén. Algunas de sus más de ochenta mezquitas datan incluso del siglo X y fueron, en su época de mayor apogeo, sede de álgidas disputas teológicas. Harar fue durante siglos el foco de la cultura islámica en todo el cuerno de África, una ciudad en donde eruditos y poetas se congregaban en torno a la corte de poderosos sultanes que patrocinaban generosamente las artes y los estudios coránicos. Hoy, Harar es una ciudad de casi un millón de habitantes, la capital de la provincia de Hararge, y una de las principales ciudades de Etiopía.
Es de madrugada y en la calle solo están encendidas las luces de la estación de gasolina. El ladrido de los perros se intercala con la música de una discoteca lejana. Camino por la ciudad desierta hasta la puerta de Shoa, una maciza estructura que da entrada a la ciudad vieja, un colorido laberinto surcado por pequeñas callejuelas que en cada esquina atestiguan el legado árabe de la ciudad, su conexión con las culturas musulmanas de las costas de África del Este. Sigo la silueta irregular de la vieja muralla, desgastada y blanca, los techos de hojalata de las casas, todo en silencio ahora, bajo la noche adormecida.

En el día, esta misma puerta hierve de bulla y colorido, pues da entrada a uno de los principales mercados de Harar. Temprano en la mañana, las mujeres se apuestan en las calles con costales y grandes bolsas de chat, una hoja de sabor amargo y leve efecto narcótico que los hombres suelen masticar para mitigar el tedio de las tardes. Otras, sentadas alrededor de grandes canastas, venden injera, una suerte de tortilla hecha a base de teff, un grano local, y parte esencial de la comida etíope. Apostados junto a la puerta, adolescentes lánguidos parten caña de azúcar con cuchillos oxidados y la mastican con desgano.

Bajo por la calle atestada de mujeres de todas las edades, jóvenes, ancianas, niñas, todas vestidas con faldas de colores, con velos naranjas y amarillos encendidos, los rostros oscuros, los ojos lacios. Algunas venden verduras en improvisados puestos, apretujadas a lo largo de la empinada callejuela, extendiendo aquí y allá costales con pequeñas raciones de tomates, limones o cebollas. Otras suben y bajan cargando hatos de leña o palanganas de verduras en la cabeza.

La calle me conduce finalmente al Gidir Magala, el mercado central de la ciudad. Veo desde allí los colores blancos y verdes de la mezquita más importante de la ciudad, el alto minarete desde donde un par de altavoces invita a la oración del medio día. Hombres vestidos de blanco se detienen frente a las escaleras, se quitan los zapatos y entran a orar. Del otro lado, el mercado se extiende en torno a las carnicerías, unas modestas estructuras que delatan la influencia de la arquitectura india en la delicada cadencia de sus arcos. Adivino desde afuera los cuerpos rojos de las reses colgando en los aparadores, los enjambres de moscas, los perros hambrientos rondando las tiendas.
Decenas de águilas apostadas en los techos esperan el menor descuido para arrebatarles a las personas su compra. Veo en una esquina de la plaza a un grupo de mujeres de la etnia Oromo vender sus mercancías: madera, verduras, canastas, alfombras. Llevan vestidos tradicionales y elaborados collares de colores en el pecho. Un águila pasa volando sobre mi cabeza y me agacho instintivamente. A mi lado un niño me mira emocionado. “Faranyo”, grita entre risas antes de salir corriendo.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Ricky, muy buena entrada! Me hizo vivir una vez más nuestros días en Harar.
Un abrazo

Unknown dijo...

Que buenas descripciones del mercado Richy. Felicidades!! Me acabas de transportar a los callejoncitos de Harar y a esos mercados coloridos.

Me quedo con ganas de leer mas entradas del viaje a Etiopia.

Un beso

Anónimo dijo...

Richi, aprovecha las vacaciones, que espero que sean sólo eso, vacaciones, y escribe más cosas de Etiopía, anda.
Un abrazo grande desde el Egipto libre.

Julia

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