lunes, 8 de marzo de 2010

Hemkund Sahib

A 4.300 mts de altura sobre el nivel del mar, al abrigo de los altos nevados de los Himalayas, descansa, frío y sereno, en el lago sagrado de la religión sikh, el templo Hemkund Sahib, donde por largo tiempo vivió el décimo profeta del sikhismo, Guru Gobind Singh. Un escarpado camino de veintitrés kilómetros lleva, cuesta arriba, a través de montañas grises y rocosas que se pierden entre las nubes, hasta el lago sagrado del que se desgajan sonoros arroyuelos. Una hierba clara y escasa se adhiere con fiereza a la superficie de la montaña acentuando el clima de ascetismo y abandono. Familias enteras avanzan penosamente por un rocoso y enlodado sendero, repitiendo oraciones y cantos piadosos como antídoto contra el agotamiento. Mulas y porteros cargan a sus espaldas, en canastas de mimbre, a quienes ya ha vencido el cansancio. Ancianos venerables de barbas largas, turbantes impecables y brillantes dagas se aferran a sus báculos y miran las montañas que se abren a lo lejos, el caudaloso río que horada sus vientres. Casi todos los que suben en peregrinación profesan el sikhismo, pero no es raro ver familias de hindúes en el camino.

Cuando la gente alcanza la cima se acerca reverente a orillas del lago. Los hombres se desnudan y se sumergen en sus heladas aguas para cumplir con los estrictos cánones del ritual. Oran por momentos en el agua helada, luego salen, se visten y se apresuran a refugiarse en el templo contiguo, en donde las cobijas y el canto exaltado de los feligreses devuelve, poco a poco, el color a los cuerpos ateridos. Al fondo del templo, en una estructura rectangular dorada, completamente iluminada y decorada con flores, reposa el libro sagrado de los sikhs, el Guru Grant Sahib, que contiene las enseñanzas de sus diez profetas. Un grupo de personas de una vuelta ceremonial en torno al texto sagrado para recibir luego la bendición del hombre que oficia como sacerdote. Del otro lado del templo las personas oran o conversan, refugiadas del frío bajo una montaña de frazadas. Afuera, en una sencilla tienda de hojalata, un esmerado grupo de voluntarios sirve, sin costo alguno, sopa de fideos y tazas de chai caliente. Empieza a llover. El viento juega con las cintas doradas que se extienden entre la explanada y el templo. Las nubes cubren con su niebla los blancos nevados.

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