En las planicies que circundan la ciudad de Siem Reap, al noroeste de Camboya, una selva lúbrica y espesa oculta la antigua capital del imperio khmer. De su pasado esplendor no quedan más que monumentos de piedra, solitarias y majestuosas estructuras que por siglos permanecieron olvidadas bajo el verde insaciable del trópico. Muchos afirman que se trata del complejo urbano más grande de la época preindustrial y no es difícil adivinar por qué.
Para recorrer la integridad del lugar son necesarios varios días y pocas personas consiguen llegar hasta las ruinas más lejanas. Todo en Angkor es monumental y pletórico de vida: mariposas copulan en los más diversos colores, tímidas serpientes se desgajan ondulantes por las esculturas, pájaros de colas imposibles y voces mágicas sobrevuelan el cielo y van a posarse en árboles frondosos que funden sus raíces con las paredes de los templos. Las estructuras son de piedra gris y oscura, a veces cubierta por una delicada capa de limo. Emergen de repente en medio de la espesura como héroes silenciosos, soportando incólumes la inclemencia cotidiana de la selva.
Recorremos el lugar en bicicleta, dejándonos llevar por el sonido de la selva, sorprendiéndonos a cada instante por la belleza y el misterio de estos edificios carcomidos por la humedad y que en algún tiempo fueron parte de la ciudad más grande del mundo. Una pequeña carretera nos conduce a un vasto complejo conocido como Angkor Thom. A cada lado de un puente que cruza un lago de aguas verdosas, una naga o culebra de múltiples cabezas, custodia la entrada al recinto, acompañada de agresivos guardias de piedra. Al fondo, una imponente puerta da entrada al complejo.
Las carcomidas paredes del edificio central engañan la vista, pero después de un atento estudio, el ojo empieza a distinguir los rostros tallados con gran habilidad en la piedra. Un rasgo habitual en los dinteles de las puertas es la imagen de Garuda, el vehículo del dios Vishnú, exaltado pájaro con rostro humano y pieza fundamental de la mitología khmer, desplegando sus alas al cielo, solitario.
Las carcomidas paredes del edificio central engañan la vista, pero después de un atento estudio, el ojo empieza a distinguir los rostros tallados con gran habilidad en la piedra. Un rasgo habitual en los dinteles de las puertas es la imagen de Garuda, el vehículo del dios Vishnú, exaltado pájaro con rostro humano y pieza fundamental de la mitología khmer, desplegando sus alas al cielo, solitario.
Subimos a la parte superior del templo. Allí se elevan los prasats, pequeñas capillas que atesoran un lingam, o falo sagrado que representa a Shiva, dios de la creación y sustentador del ritmo cósmico. A su lado descansa una efigie impasible del Buda, adornada con cintas doradas y anaranjadas. Barritas de incienso se consumen lentamente al lado de unas flores que ya comienzan a marchitarse. Atardece. Jóvenes monjes recorren el templo entre risas. Las voces de la selva intensifican su canto vespertino. Abajo, los sembradíos de arroz, inundados por las lluvias recientes, reflejan los tonos rosados del ocaso.
2 comentarios:
Muy sensorial Richi, leyéndolo parece como si estuvieras allí. Me gusta mucho.
Es un placer leerte, amigo!
Un abrazo desde Osaka.
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