viernes, 24 de junio de 2011

Lalibela


Cuenta la leyenda que antes la ciudad se llamaba Roha, la capital de la dinastía Zagwe, un extenso reino enclavado en las montañas de Wollo, al norte de Etiopía. Allí nació un príncipe cuyo porte y belleza hicieron presagiar a los sabios un esplendido futuro. Su nombre era Lalibela y era uno de los hermanos menores del rey. Lalibela creció distinguiéndose entre todos por su buen juicio y prudencia. Un día su hermano, temeroso por el trono, mandó a sus lacayos a envenenarlo. El veneno, en lugar de matarlo, sumió al príncipe en un sueño profundo en donde al parecer habló con Dios y éste le reveló su futuro. Viviría exiliado por largos años en Jerusalén, luego de lo cual volvería triunfante a Roha y sería coronado como rey. Le ordenó que a su regreso erigiera iglesias en su honor y le explicó detalladamente de qué modo construirlas. Poco después, temiendo por su vida, Lalibela se vio obligado a abandonar el reino y viajó a Jerusalén, en donde vivió por más de veinte años. Tal y como le había sido profetizado, a su regreso a Etiopía fue coronado y poco después inició la construcción de las iglesias que Dios le había indicado: monumentales estructuras cavadas en piedra que, muchos aseguran, sólo con la ayuda de ángeles habría sido posible terminar. Desde entonces, la ciudad tomó el nombre de Lalibela y se convirtió en un lugar sagrado, una ciudad considerada por los fieles como una segunda Jerusalén en las montañas de África.
El cristianismo etíope es ortodoxo y proviene del cristianismo copto egipcio, pero están formalmente escindidos desde 1959. A diferencia de su contraparte egipcia, el rito etíope tiene una profunda influencia del judaísmo, pues durante siglos, ambas religiones convivieron en las montañas al Noroeste del país. Hoy en día la mayoría de los falashas (judíos etíopes) emigraron a Israel, pero todavía es posible toparse con  pequeñas aldeas judías en las regiones de Gondar y Tigrai. Los nexos entre el cristianismo etíope y el judaísmo son evidentes. Siguen restricciones alimenticias similares, celebran tanto el sábado como el domingo y, al igual que en la sinagoga judía, toda iglesia etíope conserva en el sagrario un tabbot o copia del Arca de la Alianza, donde reposan las tablas de la ley. Los etíopes creen que el Arca de la Alianza original, después de mucho peregrinar, llegó hasta la antigua ciudad de Axum, siglos después de haber desaparecido del templo de Salomón en Jerusalén, y desde entonces se conserva en la iglesia de Nuestra Señora de Sión, custodiada por un monje viejo y casi ciego.  
Las festividades de navidad, siguiendo el calendario copto, se celebran el siete de enero de cada año. Peregrinos de diversas partes del país inundan de repente la ciudad en una fervorosa algarabía. Magros ancianos que avanzan con dificultad, de templo en templo, cumpliendo un complicado ritual de cantos y genuflexiones. La mayoría viste de blanco, pero hay también quienes llevan largas túnicas de colores.  Los hombres usan turbantes y una frazada que les cubre el torso y parte de las piernas. Las mujeres también visten de blanco y suelen llevar un velo en la cabeza. Inundan las empinadas calles de la ciudad, cansados y con hambre, muchos de ellos llevan casi un mes caminando desde sus aldeas  con el único fin de venir a Lalibela antes de morir, para orar en estas antiguas iglesias de altas paredes que parecen sostener el cielo en su centro, para celebrar en esta sagrada ciudad el milenario ritual del nacimiento de Cristo.
Llegamos a la que es considerada la iglesia tallada en piedra más grande del mundo, la Bet Medhane Alem. Adentro, el primer rellano está oscuro y se siente el vaho denso y pesado de los peregrinos, quitándose los zapatos y atropellándose por entrar. Poco a poco los ojos comienzan a acostumbrarse y la luz que emana del altar perfila las ricas decoraciones en los arcos y en el techo, típicas cruces del rito etíope, extraños símbolos que hablan de viejos sincretismos, de lenguajes arcanos, de ceremonias iniciáticas. En el atrio, a ambos lados del altar hay una pintura de la Virgen, sentada en un trono, cargando a Jesús y rodeada de ángeles y santos.
Afuera se escucha el sonido de un tambor. Un corrillo de hombres vestidos  de blanco y cargando bastones de madera tocan una canción religiosa frente a la puerta principal de la iglesia. Uno de ellos, un anciano de gruesos lentes, sentado en una esquina, mira hacia el cielo y levanta sus brazos, jubiloso. De repente, la música arrecia, los tambores marcan el ritmo de las voces y todos son de repente un único grito extasiado. Un golpe de tambor marca el final y todos se quedan en silencio. Un sacerdote los escucha no lejos de donde estamos nosotros; la barba larga y blanquecina, el sombrero negro, una cruz de madera en la mano. Asiente complacido, les lanza una bendición y se aleja caminando. 

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