martes, 17 de agosto de 2010

La mezquita omeya

Esa mezcla apabullante de credos y culturas, esa amplia amalgama de estilos artísticos, materiales y técnicas que es Siria, se combinan, se entrelazan, se complementan como en ningún otro sitio, en la gran mezquita omeya de Damasco. Lugar sagrado para todos los que han habitado allí desde tiempos remotos, fue templo al dios Hadad, señor del cielo y de la lluvia entre los arameos, templo a Júpiter bajo la égida romana, basílica de San Juan Bautista en tiempos bizantinos. El edificio que ahora se visita data del siglo VIII e.c., cuando el califa omeya Al Walid, ordenó su construcción sobre la iglesia que todavía utilizaba la comunidad cristiana de Damasco.

Comenzamos a caminar por el bazar de la hamidiya, una calle empedrada que desde la época romana conducía al templo de Jupiter y que ahora es un popular mercado del centro de la ciudad. En los diferentes almacenes se exhiben elegantes joyas, velos y alfombras, mientras que los vendedores ambulantes, apostados a ambos lados de la calle, derraman sobre sábanas y mantas cualquier variedad de baratijas chinas. Es una calle vital, desbordante de gente que se pasea en familia comiendo tradicionales helados de pistacho y almendras. La calle desemboca en una amplia explanada en donde se pueden ver, en primer plano, los restos de las colosales columnas que alguna vez dieron entrada al templo romano. Los vendedores se agolpan de las columnas ofreciendo ejemplares del Corán, rosarios, incienso. En frente, colosal, reposa la imponente mezquita. Tres minaretes la coronan, cada uno siguiendo un estilo arquitectónico diferente: uno de ellos es conocido como el minarete de Jesús y es leyenda que el día del juicio, desde allí mismo, bajará el nazareno a impartir justicia entre los mortales. No se trata en modo alguno de apostasía. Jesús es uno de los veinticinco profetas mencionados en el Corán y los musulmanes lo tienen en gran estima.

Adentro de la mezquita, el espectáculo es indescriptible. La sala de abluciones, un patio enorme de más de cincuenta metros por veinte de ancho, está rodeado por paredes decoradas en su totalidad por mosaicos de colores. En uno de los costados se aprecia la imagen de un Damasco antiguo, el curso del Barada dejándose llevar bajo puentes blancos, serpenteando a orillas de casas altas de piedra y árboles en los que cuelgan frutos frondosos. Muchas de las columnas que hoy en día sostienen las bóvedas exteriores del edificio pertenecieron en su época al antiguo templo romano y están rematadas en su cima por elaborados frisos, pero otras están hechas en mármol con variados mosaicos incrustados a la piedra.

Es viernes en la mañana, antes de la oración del medio día y la mezquita está llena a reventar. Casi todas las mujeres visten de negro, andan en grupos cargando niños o se sientan en grupos a lo largo de los espaciosos corredores que rodean el patio central. Ulemas impecablemente vestidos pasean sus enormes turbantes con aire docto mientras dirigen a los grupos de peregrinos iraníes que se agolpan en torno a la entrada del recinto sagrado en donde reposan los restos de la cabeza del Imam Hussein, nieto del profeta Muhammad y una de las principales figuras del Islam chií. Adentro, el féretro está recubierto con tela verde y con letras grabadas en hilos blancos y brillantes. Los fieles se agolpan en torno suyo, tocan los barrotes que los separan del mártir, insertan billetes y monedas, oran o lloran en silencio frente a uno de los íconos más emblemáticos de su fe.

De pronto, la llamada a la oración se expande como una mansa lluvia desde los tres minaretes. Algunos se acercan a la pila de abluciones, otros buscan un lugar apropiado para extender su alfombra en dirección a la Mecca y comienzan a orar. Contrario a lo que cabría pensarse, no hay silencio. Mientras un piadoso se arrodilla repitiendo entre murmullos alguna azora del Corán, familias enteras comen frutas entre risas y los niños persiguen ruidosas pelotas de colores. Un anciano ciego repite sin cesar el nombre de Alá y lleva la cuenta con un hermoso rosario de piedra verde. Una anciana descansa a su lado con la mirada perdida. A su lado, algunas monedas brillan sobre un pequeño pañuelo cuidadosamente dispuesto en el suelo. En el otro extremo del patio, un grupo de mujeres escucha a un hombre de barba larga que habla y gesticula moviendo el dedo índice, amenazante.

Adentro, en el edificio central que fue erigido sobre la antigua iglesia de San Juan Bautista, se lleva a cabo la jutba, el sermón semanal del Imam a los fieles. La totalidad del inmenso recinto está sostenido por columnas de mármol e iluminado por lámparas de cristal. Hombres de todas las edades y condiciones escuchan sentados o de rodillas las palabras del Imam, un anciano de barba blanca y turbante rojo y blanco que exhorta a los fieles, desde su alto estrado en la parte más alta del minbar, a recordar a Dios, a practicar la tolerancia, a la compasión, a la concordia.

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