martes, 17 de agosto de 2010

Palmira

Llegamos a la cima de la colina poco antes del atardecer. Las ruinas de la antigua ciudad se veían a lo lejos como desordenadas piezas de un enorme y derrumbado edificio. Las columnas de piedra que, vistas de cerca aparecían abigarradas y monumentales, no eran desde allí más que liniecillas blancas esbozadas apenas sobre la árida superficie del valle. A nuestro alrededor, una cadena de montañas rocosas se alzaba, su contorno desdibujado por las lentas sombras de la tarde. Tras ellas, a lo lejos, la inacabable inmensidad del primer desierto, tierras desoladas de gente, pero pobladas de historias de las primeras civilizaciones del mundo. Sentíamos desde allí los trajinados vientos que asolaron a caldeos, asirios y babilonios, imaginábamos las inhóspitas vastedades que ya lo habían visto todo antes de que Palmira fuera ciudad y el centro comercial más importante al Este del imperio romano; salida y llegada de arrogantes caravanas, ciudad de excesos olvidados, de la que ahora solo quedan ruinas salpicadas por inconstantes manchas de palmeras y verdes pinos, el milagro que imprimen las aguas subterráneas en esta geografía salvaje e incolora.

Palmira nos mira impasible desde su lecho yerto, sus viejas piedras soportando erguidas el paso a la vez ufano e infantil de los hombres y sus gestas. Ha visto tanto que ya no se ocupa del paso del tiempo. Presenció inconmovible las luchas infecundas de romanos y partos, de seléucidas y bizantinos, todos buscando en vano el control de este puerto encallado en la vastedad de un océano de arena, esta encrucijada de imperios, hogar de curiosos sincretismos religiosos, siempre entre oriente y occidente, a medio camino entre la locura y la demencia.

Desde aquí, a esta hora de la tarde, es fácil dejarse llevar por la imaginación y reinventar a la reina Zenobia, mujer cuya belleza era, al parecer, tan solo inferior a su agudeza e ingenio militar,cuyas conquistas alcanzaron las fronteras del mismo Egipto, la líder que supo mantener a raya las huestes romanas antes de caer finalmente derrotada . Nada de eso ha perdurado. Desde la cima de esta pequeña colina, imaginando no lejos de aquí el cauce del Éufrates, de cara a esta región que dio comienzo a lo que hoy llamamos historia y que hoy no es más que un elocuente silencio, nos golpea con una fuerza especial la certeza de lo fugaz y accidental de nuestro paso por el mundo, de lo irrisorias que son nuestras empresas y preocupaciones.

Cae la noche y bajamos de la colina. Encontramos a unos pastores que regresan a casa guiando a sus ovejas y nos invitan a tomar té. Hablamos de la vida del campo, de las vicisitudes del clima, de la inveterada generosidad de los animales. Son gente humilde: trabajan la tierra bajo el sol y en la noche duermen cansados después de una cena modesta al calor del fuego. Sin embargo, algo en sus palabras, nos permitió intuir que comprenden mejor esa esencia elemental que le es tan esquiva al hombre moderno.

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