martes, 17 de agosto de 2010

Nauruz

La fiesta del Nauruz, que se remonta a los tiempos de Zoroastro, marca el comienzo de un nuevo año en el calendario iraní y suele celebrarse con el equinoccio de la primavera. Es, sin lugar a dudas, la festividad más importante del año para la comunidad kurda que vive disgregada en lo que hoy en día es Turquía, Siria, Irak e Irán. En Siria, para la comunidad kurda que habita principalmente el Noreste del país, la llegada de la primavera está siempre teñida de un sabor amargo: son un poco más del cinco por ciento de la población, cuentan con una lengua y cultura propias, pero son duramente reprimidos por el gobierno: a los kurdos les está prohibido comprar tierras y solo pueden casarse entre ellos, so pena de perder el beneficio de la nacionalidad. Rara vez, sin embargo, se les otorga un pasaporte y su acceso a la educación superior es restringido.

El papel preponderante que jugaba el fuego en la religión zoroastriana sigue influyendo en la manera como se celebra el Nauruz y es a su vez, una de las pocas maneras como los kurdos afirman su identidad y simbolizan su resistencia frente a la opresión de la que son objeto. La noche antes del Nauruz, en la pequeña ciudad de Qamishli, en el extremo más Nororiental de Siria, innumerables fogatas inundan las calles alimentadas con llantas viejas, basura y madera. Los jóvenes se agolpan a su alrededor, entonando enardecidos cantos nacionalistas. Pero el fervor es pasajero. Poco después llegan las tanquetas del ejército acompañadas de soldados que se encargan de apagar las hogueras y disipar a los presentes con potentes chorros de agua, golpeando y arrestando a los que se niegan a irse. El ambiente se caldea, se oyen disparos y gritos. La multitud corre enceguecida a encerrarse en sus casas.

Pero la mañana siguiente trae un olor diferente: es el aroma de la primavera. Desde temprano, cientos de familias se dirigen a las afueras de la ciudad, a las vastas planicies en donde un sol impoluto ilumina las praderas que poco a poco empiezan a llenarse de gente. Los ojos emocionados de los niños pegados contra el vidrio de los coches, los ancianos de rostros milenarios y tatuajes azules en los pómulos, las muchachas de ojos claros y pelo negro hasta la cintura, todos ellos adivinados a través del polvo que levantan los camiones, los buses y los taxis atestados de personas.

De repente me percato de que he llegado al comienzo de las estepas de Asia central, al extremo occidental de la milenaria ruta de la seda. Lo constato mientras camino a través de las grandes carpas donde las familias dejan pasar el día, los mayores tirados en inmensas alfombras de colores, los más chicos jugando a la pelota o corriendo a carcajadas por cultivos de trigo que se extienden hasta donde alcanza la vista. A lo lejos, las fronteras lejanas marcan la frontera con Turquía. Acá, el olor del kebab, el humo de los asados, difumina los colores en los vestidos de las mujeres: rosas, amarillos, azules y verdes, todos una sola y lúbrica amalgama de matices que contrasta con los dorados brocados iluminados por el sol de la incipiente primavera. Hombres de rostros arrugados y sonrientes, de trajes y corbatas raídas, me invitan a sentarme y me ponen un vaso de té en la mano. Cabras, burros y caballos pastan a su antojo, adornados todos con hilos y cintas de colores. Todo es risa, todo es sol. Hoy solo hay tiempo para la fiesta, para recibir un nuevo año y soñar con ese día en que la vida se entregue sin odio, sin represión, sin injusticia.

2 comentarios:

Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Unknown dijo...

Ricky, leí tu relato y me gustó mucho. Además el video ayuda al lector a hacerse una idea más clara de lo que vos estás describiendo. Saludos. Santiago

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