sábado, 18 de septiembre de 2010

Chalok Lum

El pequeño puerto de Chalok Lum está ubicado al norte de la isla de Koh Pha-Ngang, en medio de una angosta bahía rodeada por montañas verdes y tupidas. Las playas, de una arena blanca y minuciosa, están salpicadas de corales y conchas de colores expansivos. El puerto no es más que una pequeña estructura de cemento de no más de cien metros de longitud que se introduce tímidamente mar adentro para encallar embarcaciones pesqueras y otras que llevan pasajeros a los lugares más apartados de la isla. En las mañanas veo las barcazas chicas abandonar lentamente la bahía para después perderse mar adentro, sus espigadas proas blandiendo el horizonte, adornadas siempre con banderines de colores para pedir la bendición de la diosa del mar. La hélice del motor trasero se extiende en un tubo largo que los pescadores maniobran con soltura mientras se van difuminando con el calor matutino, el vaivén de su sombra mezclándose con el recio fulgor del sol. Los barcos viejos, en cambio, esperan oxidados en el muelle, sus carcasas descoloridas a causa del salitre, sus mástiles rotos y podridos. Barcos que alguna vez ondearon corazas orgullosas enfrentando las lenguas iracundas de los mares del Sur de China y que ahora, ancianos, pasan sus días mecidos por la suave marea del puerto.

El sol en estas latitudes es tórrido y prolijo; la humedad anula la voluntad, suprime el juicio, ahoga el alma. Tirado en la hamaca de mi choza, veo a las jovencitas que trabajan en el pequeño restaurante del puerto esperar sin fe el arribo de algún improbable cliente. El polvo blanco del talco que se echan en los brazos y rostros para apaciguar el calor se adhiere como una manta translúcida a sus pieles morenas y contrasta con la oscura lascivia de sus alargados párpados. Comparten susurros en esa lengua thaí de enrevesados caracteres heredados de la tradición pali que los primeros misioneros budistas trajeran desde el sur de la India y el Ceilán, idioma de largas e impronunciables palabras, de tonos melifluos que recuerdan lejanamente la música del chino, esa suave algarabía que ahora escucho con los ojos cerrados, ajeno al significado de sus inflexiones, adivinando el sentido de sus silencios y sus risas. Nunca aprenderé esta lengua, pero intuyo que no es necesario, que es preferible inventar lo que dicen. Arropadas por la brisa del mar, cantan canciones alegres, comen guanábanas, se tiran entre risas las semillas, recogen flores del piso y les arrancan los pétalos indolentes, trenzan sus largos pelos negros, siempre al abrigo del horizonte azul y ondulante, a la sombra de las palmeras que siluetean fogosas en el cielo.

El budismo teravada

El budismo teravada es la religión oficial de Tailandia, a donde llegó, procedente del sur de la India, aproximadamente en el siglo sexto de la era común. A diferencia de la otra gran escuela budista, la mahayana, que se extendió por Tibet, China, Japón y Corea, el teravada encontró a sus fieles en el sur de Asia, en Ceilán, Burma, Tailandia, Laos y Camboya.

La escuela mahayana suele definirse a sí misma como “la vía mayor” y clasifica a la escuela teravada, no sin cierto desdén, como “la vía menor”, pues ésta última carece de la compleja metafísica que exhibe la primera, poblada de bodisatvas y complejos mandalas, elaboraciones posteriores que pretendieron ser una versión más perfecta y depurada del mensaje inicial del Buda. Sin embargo, esa austera simplicidad del teravada tiene un encanto particular y permite un acercamiento inicial más directo a las enseñanzas de las cuatro verdades fundamentales que Sidartha Gautama comprendiera, una madrugada, bajo aquel famoso árbol de Bodhi, tras siete años de intensa meditación.

La enseñanza radicalmente nueva del Buda consistió en el énfasis que puso en el ejercicio racional del individuo para comprender estas verdades que pueden llevar a todo ser humano, sin importar su casta, a la cesación de todo sufrimiento que es el Nirvana. Su mensaje es en apariencia sencillo, pero su consecución puede constar una vida entera: entender que el mundo sensible no es más que una ilusión y que sólo nuestro afán por aferrarnos a eso que creemos cierto genera y perpetúa nuestro sufrimiento, que existe la posibilidad de un distanciamiento y como éste puede llevarse a cabo por medio de la purificación de los deseos y de la superación de la comprensión del mundo por medio de conceptos. Dicho camino permite comprender la verdadera dinámica del cosmos y la cesación de aquello que ata al hombre al sufrimiento.

Pienso en esto mientras veo a los monjes vestidos en sus túnicas naranjas caminar frente a mí en silencio, conscientes de cada paso que dan, recordando siempre ese fin superior al que han dedicado sus vidas. Por más de dos mil quinientos años, monjes iguales a estos se han aferrado a sus tradiciones, rechazando cualquier idea de cambio con una tozudez ejemplar, empecinados en conservar la pureza de un mensaje que veía en la complejidad metafísica del hinduismo un impedimento para acceder a una prístina comprensión de lo divino, que creían en la necesidad de la no violencia, en el respeto a toda forma de vida, en la humildad y la pobreza como virtudes máximas. Pasa el tiempo y aquí siguen: sólo poseen un cuenco y una bata ajada; el universo entero les pertenece.

El mar de Andamán

Desde el momento en que abordamos el barco en el puerto de Surat thani, llega a nuestra mente, como un eco fortuito, la voz de Emilio Salgari, y ese arsenal de recuerdos, de viejas lecturas, historias de piratas legendarios que combatían con igual tenacidad a los invasores europeos, a los incansables tigres, a la incisiva inclemencia de los elementos. De la mano adusta de Sandokán visitamos por primera vez, hace tanto tiempo, estos mismos archipiélagos de islas imposibles que se alzan como montañas desquiciadas en medio de la nada, seguimos sus azarosas rutas por el Mar de China, atracamos en las costas de Java, de Borneo y de Bengala, siempre en compañía de duros mercenarios malayos y dayicos. Enfrentamos, por honor antes que oro, a europeos nunca tan fieros ni salvajes como nosotros. Soportamos naufragios y cautiverios, hambre y sed, pero también conocimos días festivos derramando lujuria en los labios de alguna cortesana.

Todo eso nos llega de improviso mientras miramos desde el barco los tímidos islotes que se adivinan a lo lejos. Entonces vuelve a asaltarnos la idea de averiguar la localización exacta de la isla de Mompracem, aquel refugio legendario del bravío rey de Borneo, ese que nos mostró por vez primera que el mundo no terminaba en Europa.

Cuántas historias esconden estos mares lustrosos, cuanta desmesura y ebriedad y codicia, ahogada por el tiempo en lo profundo de estos horizontes en apariencia apacibles. Ahora, mientras los cielos reposan serenos y el llanto de olas perezosas apenas salpica de agua la borda, buscamos las pistas que nos lleven a nuestros héroes de infancia: un viejo galeón encallado, una espada enmohecida, acaso un inservible y dorado catalejo. Nada. El paisaje, embebido en la contemplación de sí mismo, parece querer negar la existencia del pasado.

Y de repente algo nos revela aquello que venimos buscando. Grabado está en los rostros curtidos de la gente, palpitante en las lenguas de fuego que se adivinan sonoras en sus venas, gritando desde esos ojos raídos, cansados de mares y abismos. Pero no se trata de aventuras de románticos piratas; es la memoria del colonialismo europeo, con toda su herencia de racismo, odio e ignorancia.

Monasterio de Wot Kaw Tham

Perdido en una montaña, en medio de la isla de Kho Pha-Ngang, está el monasterio de Wat Kow Tham. Para llegar a él es preciso subir por una carretera irregular y empinada, rodeada por un bosque tropical de altas palmeras y bulliciosos insectos. Un anuncio te obliga a dejar la moto estacionada y seguir el recorrido a pie. Comienzas a caminar y no tardas en notar, entre las ramas, una humilde cabaña que se yergue sobre palafitos. Hay gallinas y a lo lejos se oye la voz de un radio mal sintonizado, quizá promocionando algún producto de belleza o tarareando alguna canción de moda. El sonido se difumina en medio del calor que emerge denso y húmedo de la tierra. Un pequeño perro sale ladrando a tu encuentro. Empiezas a ver, poco a poco, las pequeñas casas de los monjes, extendidas en los tendederos las telas naranjas emblemáticas del budismo teravada, los diversos altares con imágenes del buda y más abajo, una estupa dorada a la que se accede a través de un caminito de piedra cubierto de árboles, imágenes del buda e incienso. El silencio solo es interrumpido por el jugueteo ansioso de otros tres o cuatro perros que mueven su cola en torno tuyo. De repente, aparece un monje de lentes gruesos, te agarra del brazo y te conduce sonriente a través de un pequeño caminito cuesta arriba que conduce a un pequeño templo. Entonces se detiene, lo señala en la distancia y te insta a subir. Trepas con dificultad los empinados escalones y cuando finalmente llegas, la recompensa es inseperada: el golfo de Tailandia se abre generoso en la lejanía en un múltiple derroche de sol y colores. Montañas tapizadas de un verde salvaje bajan rocosas hasta las playas formando diversos acantilados y arrecifes. El templo en la cima de la colina es un pequeño recinto rectangular pintado de azul marino, abierto en tres de sus lados, en el otro, la imagen del Buda, dorado e impasible. Abajo suyo hay una pequeña barcaza de metal en la que arden varios palitos de incienso y algunas velas. No oyes siquiera el estallar de aquellas olas etéreas en la lejanía, no ves tampoco ese mar tapizado de turquesas. Todo aquí arriba es silencio.   

Koh Tao

Koh Tao, la más pequeña de las islas que emergen fugaces al occidente del Golfo de Tailandia, no tiene más de veintisiete kilómetros de extensión, pero su accidentada geografía ofrece un universo fogoso y sorpresivo. Tierra adentro, el terreno es empinado y agreste. Una selva tropical se aferra terca a las lúbricas laderas haciendo del verde un solo sudor vegetal a través del cual se cuela la voz plateada de los pájaros, el grito siempre extasiado del mico, el serpentear hipnótico de las culebras. Las palmeras erguidas, delgadas y solitarias, lavan sus hojas con la fuerte brisa de la tarde. El cielo se puebla de nubes y los animales extáticos multiplican sus chillidos. De pronto, como siguiendo las órdenes de una voz poderosa y suprema, la lluvia se derrocha sobre los árboles, las hojas reverdecen en el olor fecundo de la tierra mojada y la isla entera se entrega a una copula feliz con el agua, a la celebración de un nuevo comienzo en el ciclo inagotable del mundo.
Poco después, cede la tormenta y decidimos bajar al mar. No hay aquí arenas lánguidas que se derramen plácidas en las olas. Por el contrario, las playas rocosas bajan abruptas y se hunden en el agua creando un maravilloso festival de arrecifes, un ecosistema único en diversidad y color. El sol emerge lejano entre las nubes y derrama sus rayos sobre las aguas claras. Bajo el mar, la luz parpadea intermitentemente, siguiendo el ritmo elemental y poderoso de la marea. Poco a poco una variada fauna empieza a exhibirse: grupos de barracudas bailando al unísono; peces flauta alargados y translucidos; peces mariposa de cuerpos delgados y amarillos; ostras de labios carnosos y excéntricos colores, como si se tratara de abrigos de pieles o de boas disfrazadas, abriéndose y cerrándose con el mismo ritmo de las olas; peces payaso juegan entre las anémonas mientras otros más pequeños de un azul eléctrico picotean un coral que se abre redondo y verde como una lechuga. Súbitamente, en medio de este espectáculo animal, aparece a nuestro lado un tiburón. Aletea con soltura a nuestro alrededor mientras nos mira de lado con su ojo diminuto. Dejamos de nadar y observamos inmóviles la reacción del escualo. Cuando lo perdemos de vista, otro más pequeño aparece siguiendo la misma ruta del anterior, rodeándonos curioso, intentando descifrar si somos comestibles. Ambos animales nos dan varias vueltas hasta que finalmente se cansan y se alejan. Al parecer son bastante comunes en las costas de Koh Tao y son inofensivos, pero es imposible no sentir un miedo visceral al tenerlos tan cerca. Con el corazón en la boca, nadamos como podemos hasta la orilla.

martes, 17 de agosto de 2010

Dakhla

Una aldea de arena se erige orgullosa en medio del oasis. Construida enteramente en adobe, sus laberintos de callejuelas frescas alivian al visitante de los rigores del sol meridiano. La enrevesada simetría de las casas se acopla con naturalidad a la geografía del oasis, la arena comprimida en forma de muros y casas, delinea calles y ventanas que contemplan desnudas la vacía densidad del desierto. Atrás está la cadencia imponente de las oscuras montañas occidentales, las lentas olas de arena amarilla aferrándose a sus laderas adustas. En el vientre de esa larga cordillera de colinas blancas e impasibles está el valle contemplando orgulloso la extensión ignota del desierto, las nómadas arenas que transitan impunes desde aquí hasta las áridas costas del Magreb. Perdido entre aquellas paredes de arena, seducido por las lentas ráfagas de aire fresco, con la inocencia propia del primer hombre, escucho la arrolladora multitud del desierto.

La mayoría de las casas tienen más de una planta y exhiben mashrabiyas en las ventanas de los pisos superiores, intrincadas redes de madera tallada con paciencia por artesanos anónimos hace ya varios siglos. Algunas de las puertas, llevan todavía dinteles de madera de acacia en donde se acostumbraba escribir el nombre del dueño de la residencia acompañado de un fragmento coránico. Pero se trata de una belleza aséptica y un tanto artificial, pues hace varios años el gobierno ideo un proyecto para la conservación de la ciudad antigua y reubicó a los habitantes en un nuevo pueblo de cemento no lejos de sus antiguos hogares. Nuestro guía se queja de la manera como fueron construidas las nuevas casas, de la falta de ventilación, del calor demencial en el verano. Nos muestra las escrituras de su casa en la ciudad antigua, arrugadas y avejentadas por el tiempo. Aún no pierde la esperanza de poder volver algún día a habitar la ciudad en la que vivieron sus padres y abuelos.

La austera mezquita de la aldea, construida también en adobe, data de la época ayubí, la dinastía que Saladino fundara en el siglo XII, cuando entró triunfal en el Cairo poniendo fin a los casi dos siglos de dominio fatimí. Adentro, modestas alfombras de color rojo cubren el piso de arena. En una habitación lateral, una gran tumba de madera recubierta de tela verde, conserva los restos de un importante sheij de la región. Invocaciones a Alá grabadas en letras plateadas y blancas adornan el féretro.

Subimos con dificultad por el minarete blanco en forma de palomar. Desde su cima se puede apreciar la extensión total de la ciudad, la enrevesada simetría que empleaban los arquitectos de antaño para capturar a la sombra y hacer más tolerables los calurosos días del desierto. La ciudad deshabitada reposa a nuestros pies, siempre limpia, triste y silenciosa. No lejos de allí se adivinan las esperpénticas estructuras de cemento donde ahora vive el pueblo, edificios cuarteados y amorfos, carentes de cualquier noción de armonía o estética.

Abandonamos la aldea. Una camioneta nos lleva a través de una carretera ensombrecida por el lascivo embrujo de las palmeras. Gajos de dátiles cuelgan generosos de sus ramas como racimos de uvas salvajes, frutos carnosos, maduros, oscuros. El carro se detiene y nos adentramos a pie por extensiones de un verde inclemente, perdiéndonos gustosos entre cultivos de alfalfa y cebada que los campesinos de la zona cultivan con esmero. Un anciano a lomos de una mula se apresura para alcanzarnos. Salam waleikum, la paz esté con ustedes, nos saluda mientras extiende su mano grande y cuarteada rebosante de dátiles maduros. Lleva una galabeya gastada y sucia y en su rostro puede leerse el cansancio de la larga jornada que ya termina; no obstante, una cándida sonrisa adorna su boca sin dientes. El canto vespertino de las aves suena a nuestro alrededor. A través de la luz difuminada de las palmeras, el sol se esconde en el poniente.

Nauruz

La fiesta del Nauruz, que se remonta a los tiempos de Zoroastro, marca el comienzo de un nuevo año en el calendario iraní y suele celebrarse con el equinoccio de la primavera. Es, sin lugar a dudas, la festividad más importante del año para la comunidad kurda que vive disgregada en lo que hoy en día es Turquía, Siria, Irak e Irán. En Siria, para la comunidad kurda que habita principalmente el Noreste del país, la llegada de la primavera está siempre teñida de un sabor amargo: son un poco más del cinco por ciento de la población, cuentan con una lengua y cultura propias, pero son duramente reprimidos por el gobierno: a los kurdos les está prohibido comprar tierras y solo pueden casarse entre ellos, so pena de perder el beneficio de la nacionalidad. Rara vez, sin embargo, se les otorga un pasaporte y su acceso a la educación superior es restringido.

El papel preponderante que jugaba el fuego en la religión zoroastriana sigue influyendo en la manera como se celebra el Nauruz y es a su vez, una de las pocas maneras como los kurdos afirman su identidad y simbolizan su resistencia frente a la opresión de la que son objeto. La noche antes del Nauruz, en la pequeña ciudad de Qamishli, en el extremo más Nororiental de Siria, innumerables fogatas inundan las calles alimentadas con llantas viejas, basura y madera. Los jóvenes se agolpan a su alrededor, entonando enardecidos cantos nacionalistas. Pero el fervor es pasajero. Poco después llegan las tanquetas del ejército acompañadas de soldados que se encargan de apagar las hogueras y disipar a los presentes con potentes chorros de agua, golpeando y arrestando a los que se niegan a irse. El ambiente se caldea, se oyen disparos y gritos. La multitud corre enceguecida a encerrarse en sus casas.

Pero la mañana siguiente trae un olor diferente: es el aroma de la primavera. Desde temprano, cientos de familias se dirigen a las afueras de la ciudad, a las vastas planicies en donde un sol impoluto ilumina las praderas que poco a poco empiezan a llenarse de gente. Los ojos emocionados de los niños pegados contra el vidrio de los coches, los ancianos de rostros milenarios y tatuajes azules en los pómulos, las muchachas de ojos claros y pelo negro hasta la cintura, todos ellos adivinados a través del polvo que levantan los camiones, los buses y los taxis atestados de personas.

De repente me percato de que he llegado al comienzo de las estepas de Asia central, al extremo occidental de la milenaria ruta de la seda. Lo constato mientras camino a través de las grandes carpas donde las familias dejan pasar el día, los mayores tirados en inmensas alfombras de colores, los más chicos jugando a la pelota o corriendo a carcajadas por cultivos de trigo que se extienden hasta donde alcanza la vista. A lo lejos, las fronteras lejanas marcan la frontera con Turquía. Acá, el olor del kebab, el humo de los asados, difumina los colores en los vestidos de las mujeres: rosas, amarillos, azules y verdes, todos una sola y lúbrica amalgama de matices que contrasta con los dorados brocados iluminados por el sol de la incipiente primavera. Hombres de rostros arrugados y sonrientes, de trajes y corbatas raídas, me invitan a sentarme y me ponen un vaso de té en la mano. Cabras, burros y caballos pastan a su antojo, adornados todos con hilos y cintas de colores. Todo es risa, todo es sol. Hoy solo hay tiempo para la fiesta, para recibir un nuevo año y soñar con ese día en que la vida se entregue sin odio, sin represión, sin injusticia.

La mezquita omeya

Esa mezcla apabullante de credos y culturas, esa amplia amalgama de estilos artísticos, materiales y técnicas que es Siria, se combinan, se entrelazan, se complementan como en ningún otro sitio, en la gran mezquita omeya de Damasco. Lugar sagrado para todos los que han habitado allí desde tiempos remotos, fue templo al dios Hadad, señor del cielo y de la lluvia entre los arameos, templo a Júpiter bajo la égida romana, basílica de San Juan Bautista en tiempos bizantinos. El edificio que ahora se visita data del siglo VIII e.c., cuando el califa omeya Al Walid, ordenó su construcción sobre la iglesia que todavía utilizaba la comunidad cristiana de Damasco.

Comenzamos a caminar por el bazar de la hamidiya, una calle empedrada que desde la época romana conducía al templo de Jupiter y que ahora es un popular mercado del centro de la ciudad. En los diferentes almacenes se exhiben elegantes joyas, velos y alfombras, mientras que los vendedores ambulantes, apostados a ambos lados de la calle, derraman sobre sábanas y mantas cualquier variedad de baratijas chinas. Es una calle vital, desbordante de gente que se pasea en familia comiendo tradicionales helados de pistacho y almendras. La calle desemboca en una amplia explanada en donde se pueden ver, en primer plano, los restos de las colosales columnas que alguna vez dieron entrada al templo romano. Los vendedores se agolpan de las columnas ofreciendo ejemplares del Corán, rosarios, incienso. En frente, colosal, reposa la imponente mezquita. Tres minaretes la coronan, cada uno siguiendo un estilo arquitectónico diferente: uno de ellos es conocido como el minarete de Jesús y es leyenda que el día del juicio, desde allí mismo, bajará el nazareno a impartir justicia entre los mortales. No se trata en modo alguno de apostasía. Jesús es uno de los veinticinco profetas mencionados en el Corán y los musulmanes lo tienen en gran estima.

Adentro de la mezquita, el espectáculo es indescriptible. La sala de abluciones, un patio enorme de más de cincuenta metros por veinte de ancho, está rodeado por paredes decoradas en su totalidad por mosaicos de colores. En uno de los costados se aprecia la imagen de un Damasco antiguo, el curso del Barada dejándose llevar bajo puentes blancos, serpenteando a orillas de casas altas de piedra y árboles en los que cuelgan frutos frondosos. Muchas de las columnas que hoy en día sostienen las bóvedas exteriores del edificio pertenecieron en su época al antiguo templo romano y están rematadas en su cima por elaborados frisos, pero otras están hechas en mármol con variados mosaicos incrustados a la piedra.

Es viernes en la mañana, antes de la oración del medio día y la mezquita está llena a reventar. Casi todas las mujeres visten de negro, andan en grupos cargando niños o se sientan en grupos a lo largo de los espaciosos corredores que rodean el patio central. Ulemas impecablemente vestidos pasean sus enormes turbantes con aire docto mientras dirigen a los grupos de peregrinos iraníes que se agolpan en torno a la entrada del recinto sagrado en donde reposan los restos de la cabeza del Imam Hussein, nieto del profeta Muhammad y una de las principales figuras del Islam chií. Adentro, el féretro está recubierto con tela verde y con letras grabadas en hilos blancos y brillantes. Los fieles se agolpan en torno suyo, tocan los barrotes que los separan del mártir, insertan billetes y monedas, oran o lloran en silencio frente a uno de los íconos más emblemáticos de su fe.

De pronto, la llamada a la oración se expande como una mansa lluvia desde los tres minaretes. Algunos se acercan a la pila de abluciones, otros buscan un lugar apropiado para extender su alfombra en dirección a la Mecca y comienzan a orar. Contrario a lo que cabría pensarse, no hay silencio. Mientras un piadoso se arrodilla repitiendo entre murmullos alguna azora del Corán, familias enteras comen frutas entre risas y los niños persiguen ruidosas pelotas de colores. Un anciano ciego repite sin cesar el nombre de Alá y lleva la cuenta con un hermoso rosario de piedra verde. Una anciana descansa a su lado con la mirada perdida. A su lado, algunas monedas brillan sobre un pequeño pañuelo cuidadosamente dispuesto en el suelo. En el otro extremo del patio, un grupo de mujeres escucha a un hombre de barba larga que habla y gesticula moviendo el dedo índice, amenazante.

Adentro, en el edificio central que fue erigido sobre la antigua iglesia de San Juan Bautista, se lleva a cabo la jutba, el sermón semanal del Imam a los fieles. La totalidad del inmenso recinto está sostenido por columnas de mármol e iluminado por lámparas de cristal. Hombres de todas las edades y condiciones escuchan sentados o de rodillas las palabras del Imam, un anciano de barba blanca y turbante rojo y blanco que exhorta a los fieles, desde su alto estrado en la parte más alta del minbar, a recordar a Dios, a practicar la tolerancia, a la compasión, a la concordia.

Palmira

Llegamos a la cima de la colina poco antes del atardecer. Las ruinas de la antigua ciudad se veían a lo lejos como desordenadas piezas de un enorme y derrumbado edificio. Las columnas de piedra que, vistas de cerca aparecían abigarradas y monumentales, no eran desde allí más que liniecillas blancas esbozadas apenas sobre la árida superficie del valle. A nuestro alrededor, una cadena de montañas rocosas se alzaba, su contorno desdibujado por las lentas sombras de la tarde. Tras ellas, a lo lejos, la inacabable inmensidad del primer desierto, tierras desoladas de gente, pero pobladas de historias de las primeras civilizaciones del mundo. Sentíamos desde allí los trajinados vientos que asolaron a caldeos, asirios y babilonios, imaginábamos las inhóspitas vastedades que ya lo habían visto todo antes de que Palmira fuera ciudad y el centro comercial más importante al Este del imperio romano; salida y llegada de arrogantes caravanas, ciudad de excesos olvidados, de la que ahora solo quedan ruinas salpicadas por inconstantes manchas de palmeras y verdes pinos, el milagro que imprimen las aguas subterráneas en esta geografía salvaje e incolora.

Palmira nos mira impasible desde su lecho yerto, sus viejas piedras soportando erguidas el paso a la vez ufano e infantil de los hombres y sus gestas. Ha visto tanto que ya no se ocupa del paso del tiempo. Presenció inconmovible las luchas infecundas de romanos y partos, de seléucidas y bizantinos, todos buscando en vano el control de este puerto encallado en la vastedad de un océano de arena, esta encrucijada de imperios, hogar de curiosos sincretismos religiosos, siempre entre oriente y occidente, a medio camino entre la locura y la demencia.

Desde aquí, a esta hora de la tarde, es fácil dejarse llevar por la imaginación y reinventar a la reina Zenobia, mujer cuya belleza era, al parecer, tan solo inferior a su agudeza e ingenio militar,cuyas conquistas alcanzaron las fronteras del mismo Egipto, la líder que supo mantener a raya las huestes romanas antes de caer finalmente derrotada . Nada de eso ha perdurado. Desde la cima de esta pequeña colina, imaginando no lejos de aquí el cauce del Éufrates, de cara a esta región que dio comienzo a lo que hoy llamamos historia y que hoy no es más que un elocuente silencio, nos golpea con una fuerza especial la certeza de lo fugaz y accidental de nuestro paso por el mundo, de lo irrisorias que son nuestras empresas y preocupaciones.

Cae la noche y bajamos de la colina. Encontramos a unos pastores que regresan a casa guiando a sus ovejas y nos invitan a tomar té. Hablamos de la vida del campo, de las vicisitudes del clima, de la inveterada generosidad de los animales. Son gente humilde: trabajan la tierra bajo el sol y en la noche duermen cansados después de una cena modesta al calor del fuego. Sin embargo, algo en sus palabras, nos permitió intuir que comprenden mejor esa esencia elemental que le es tan esquiva al hombre moderno.

De Damasco a Meca

Sentado en la cima del monte Kassium, Muhammad, el profeta del Islam, observó extasiado los jardines del Ghouta, aquel oasis de ensueño que a los primeros musulmanes se les antojó como la premonición misma del jardín del edén, y decidió no bajar a la ciudad. Sabía que a los hombres no les está dado entrar al paraíso más de una vez y decidió esperar hasta el día de su muerte. Y es que Damasco es un jardín que parece florecer milagrosamente frente a un desierto que lame constantemente sus orillas con delicadas ráfagas de arena.

Lejos de allí, a casi mil cuatrocientos kilómetros en dirección al Sur, atravesando el desierto, se llega al lugar más sagrado de los musulmanes: la ciudad de Meca, en la Arabia de la dinastía Saud. Allí reposa la Kaaba, la estructura cúbica que para los musulmanes simboliza el centro del mundo y el polo espiritual de su fe. Por siglos, la gran caravana que salía cada año de Damasco, llevaba a los peregrinos luego de cuarenta días de fatigosa travesía, a los lugares santos que los musulmanes deben visitar por lo menos una vez en la vida. Gentes del Este y del Oeste, turcos y árabes, kurdos, tayikos, persas y uzbekos, se daban cita en Damasco para abastecerse y ultimar los detalles en las semanas previas al gran viaje. El clamor de tantas y tan variadas lenguas nunca logró sorprender a esta ciudad, acostumbrada desde siempre a ser un cruce de caminos. Asirios, babilonios, griegos y romanos trasegaron antes estas tierras que hasta hoy conservan los restos de sus imperios y conquistas. Ese crepitar de gentes y culturas, esa variedad de razas y colores adquiere una dimensión casi tangible cuando se camina por la ciudad vieja, en donde todavía se aprecian, a grandes rasgos, los trazados de la ciudad romana sobre los que se superpone el intrincado urbanismo de la urbe musulmana.

Cada año, la caravana salía de la ciudad acompañada de gran pompa y festejos. Encabezaba el enorme desfile de peregrinos un palanquín de madera, conocido con el nombre de Mahmal, el cual iba cargado por un camello finamente ataviado, y cuya finalidad consistía en cargar una copia enorme del Corán como símbolo de la unidad entre el poder civil y religioso en el Islam. El carácter sagrado de la travesía no impedía que a cada momento los viajeros corrieran peligro de ser atacados por pandillas de bandidos. Por eso, las caravanas contaban con un nutrido cuerpo de vigilancia que se encargaba de la seguridad de los peregrinos, además de la de los jueces, notarios, médicos, cocineros y demás oficiales que acompañaban a la comitiva. Era una especie de ciudad en movimiento que, motivada por la fe, se arrastraba penosamente por las inhóspitas tierras del Hijaz, avanzando lentamente en las noches y acampando en los días en cercanías a los oasis que se sucedían a lo largo del camino.

La caravana llegó a su fin cuando en 1908, luego de ocho años de construcción, los oficiales del imperio otomano terminaron la construcción del ferrocarril que uniría a las ciudades de Damasco y Medina. La línea férrea seguía, según el deseo expreso de su ingeniero, la misma ruta que durante siglos trasegaron millones de peregrinos.

Bosra

Hay algo mágico en la pequeña ciudad de Bosra, algo que escapa a primera vista y que va más allá del encanto que guarda su teatro romano, emblema de la ciudad y uno de los mejor preservados de la antigüedad. En el siglo XII, Saladino construyó a su alrededor altas murallas para defender a la ciudad de los cruzados y que, desde lejos, hacen pensar que en lugar de un teatro se trata de una impenetrable fortaleza para vigilar la extensa y verde sabana que rodea al pueblo. Su interior, sin embargo, está casi intacto y permite sumergirse de lleno en los fastuosos días del imperio de los césares. Desde sus altas gradas vuelven a resonar, hoy como siempre, los versos adustos de los personajes en las tragedias de Séneca, el eco de las risas que despertaban en el público las comedias de Plauto.

Una vez fuera del teatro y superado el estupor inicial, una segunda mirada permite adentrarse en los restos de la antigua ciudad romana, un entramado completo de calles y edificios que hoy en día siguen siendo habitados por los lugareños. Construidas en negro basalto, perdidas entre sus callejuelas y medio carcomidas por la maleza, se encuentran edificaciones de una importancia histórica singular, como la mezquita de Omar, a la que se llega bajando por el cardo, poco después de los antiguos baños romanos, una de las más antiguas del mundo y de las pocas que aún conservan el trazado original que seguían las primeras mezquitas del Islam. Un poco más al Este, se hallan las ruinas del monasterio cristiano en donde, según la leyenda, un monje de nombre Bahira reveló a Muhammad su futura misión como profeta de la religión de Alá. Estas reliquias se alzan confusas en medio de la urbe, entremezcladas con las viviendas de gente humilde, de las que salen niños sonrientes pidiendo dulces o lápices. En eso radica el discreto encanto de Bosra: una pequeña aldea que ha sabido vivir sin alterar su pasado. Estas antiguas piedras les pertenecen y lo saben, pero durante siglos las han habitado con una reverencia que sólo poseen quienes tienen perfecta conciencia de su valor y del lugar que ellas ocupan en la historia.

Sayyeda Ruqayya

El mausoleo de Sayyyida Ruqayya en la ciudad vieja de Damasco es quizá uno de los monumentos más hermosos del Islam chií en Siria. Fue construido hace poco con fondos de la comunidad chía, siguiendo los trazos de la suntuosa arquitectura iraní. Ruqayya era la hija menor de Hussein, el hijo de Ali y nieto del profeta, que murió luego de llegar a Damasco después de la calamitosa derrota de las fuerzas leales a su padre a manos del naciente ejército omeya. Al igual que su padre, su memoria tiene un especial significado para todos los seguidores de la chía.

En los muros exteriores, azulejos con fragmentos del Corán escritos en blanca caligrafía nasj, (una de las más utilizadas en mezquitas y mausoleos), contrastan con el color turquesa de la cerámica del fondo. El domo, blanco y dorado se adivina achatado y robusto a lo lejos. Adentro, el panorama es sobrecogedor. Los techos están adornados en su totalidad por fragmentos de vidrio y espejos, todo en una delicada mezcla de tonos de azules, blancos y dorados. En las esquinas y en las bóvedas, brillantes muqarnas se adhieren a las paredes en dirección a la cúpula intensificando el tránsito a la noción de espacio divino. La luz de las lámparas se refleja en los cristales creando los más enrevesados juegos de luces e impregnándolo todo de un aura sagrada y lumínica.

En la nave izquierda del templo está la tumba de Ruqayya. Los fieles se congregan, las mujeres de un lado, los hombres del otro, separados en todo momento por una alta cortina. El féretro es grande, con la superficie hecha de oro y plata. En los barrotes, también de plata, la gente amarra pequeñas cintas de tela verde, el color sagrado del Islam, para suplicar la intercesión benefactora de la mártir. Una luz verde ilumina el interior del féretro. Arriba, en el techo, una gran cúpula se alza majestuosa sobre la tumba. Los fieles tocan la tumba y se acarician luego el pecho y la cara, seguros de alcanzar con ello la baraka, o bendición de la mártir. Muchos leen copias del Corán que están disponibles en pequeñas repisas dispuestas en varios lugares de la mezquita, otros toman pequeñas lozas de arcilla sobre las cuales ponen la cabeza en el momento de la oración, pero en todos, sin excepción, hay un aire de solemnidad y de respeto que no es fácil encontrar en otros lugares. Es la luz de la fe, ese fuego interno que los lleva por momentos más allá de ellos mismos y los sumerge en un verdadero entusiasmo.

lunes, 8 de marzo de 2010

Puja en los ghatts


En las tardes, antes del último sol, la gente se aglomera en los ghatts, escalinatas coloridas que bajan hasta las orillas del Ganges, en donde los fieles hacen sus ceremonias rituales al río. Pequeños platos trenzados con hojas y adornados con flores llevan una pequeña vela encendida y un palillo de incienso que va dejando a su paso un hálito gris y difuso. La gente los deja ir, corriente abajo, como ofrenda. Entonces el río, vestido de flores, recibe las plegarias de los fieles a Shiva, dios del tridente dorado, señor de la de la destrucción, lingam de la fertilidad, perpetuador el ciclo de la vida, conductor del ritmo del cosmos, principio de cuya fuente emerge el Ganges sagrado.

Los platitos de las ofrendas incendian por momentos el cauce del río y se van perdiendo lentamente en su vientre como chispazos de luz en el vacío. Arriba, una luna casi llena emerge amarilla tras las montañas cercanas y observa en silencio la llegada de la noche. Un grupo de niños, las cabezas rasuradas, los rostros morenos, llega al ghatt vistiendo kurtas amarillas sobre unos pantalones blancos y se sienta en torno a una pira de fuego que poco antes, un sacerdote de largas trenzas se ha encargado de encender. Alrededor se congregan los fieles. Ancianas de rostros brillantes cantan himnos shivaítas, un joven vestido de blanco pasa extático por entre los asistentes levantando los brazos y batiendo palmas al ritmo del rezo. El sacerdote empieza a cantar y veo a mi alrededor el rostro emocionado de los fieles. Una mujer de sonrisa rebosante canta con los ojos cerrados, algunos niños juegan en el río y salpican de agua a los viejos que los miran con ternura. De pronto, un policía emerge de en medio de la multitud con un niño en brazos. Se arrodilla junto al río, moja con sus aguas la cabeza del bebé y se lo entrega luego a la que parece ser su madre. Más allá de la orilla, casi en medio del río, una estructura de cemento sostiene la figura enorme del dios Shiva sentado en posición de loto. Un reflector ilumina su silueta blanca creando un bello contraste con la sombra de río a sus espaldas. Vuelvo la mirada: el sacerdote levanta las manos, los fieles aplauden y cantan como solo pueden hacerlo quienes tienen la certeza de ser escuchados por los dioses.

Benarés

Muchas ciudades se disputan el privilegio de ser los centros urbanos continuamente habitados más antiguos del mundo. Lugares como Jerusalén, Damasco o Alepo, que desde hace más de cinco milenios han sido testigos del constante trasegar de gentes y culturas: pero en ninguna de ellas se respira tan hondo el peso de los años como en Benarés. Y es que quizá no haya otro lugar en el mundo en donde la decrepitud y la muerte se fusionen de manera tan cabal con la belleza y la vida como en esta antiquísima ciudad sagrada para el hinduismo, que se conoce hoy en día con el nombre de Varanasi. Aquí, la sombra de un tiempo mítico refleja en las aguas del Ganges las más variadas formas del hastío. Una esencia anterior al tiempo y a sus gestas emana de los edificios que languidecen a sus orillas. El Ganges mismo, que más al Norte se desgaja furioso atravesando los Himalayas como movido por una fuerza ancestral y primitiva, aquí se derrama apacible por la inagotable sabana, se acopla a ese tedio ancestral, a esa negación de la acción en sí misma, quizá el acto más cercano a lo sagrado. En Benarés, lo hermoso y lo horrendo se superponen en una amalgama perfecta, pues es la suya una sustancia que rebasa los límites de lo bello y abraza gustosa lo contradictorio. Mujeres de negras trenzas extienden al sol una danza de saris de colores, sedas que tapizan intermitentes los excrementos y difuminan por momentos el olor cobrizo de la orina. Feligreses de todos los lugares de la India vienen hasta aquí para quemar a sus muertos y recibir la bendición de la diosa del río, esa que ha visto el esplendor y la decadencia de tantas dinastías, aquella que surge de la larga cabellera del dios Shiva para lavar con sus aguas los pecados de los hombres. Las personas se sumergen en el agua sucia sin prestar atención a la basura que se acumula a orillas de los ghatts, nadan junto al cadáver de alguna vaca muerta, hacen sus abluciones, oran en silencio, lavan su ropa y beben con reverencia de las aguas sagradas e inmundas del río. Pequeños barcos de remos pasan llevando a extranjeros atónitos que quieren fotografiarlo todo. Cerca de los templos, hombres raquíticos y sucios venden flores de colores en improvisadas tiendas. Espantan las moscas con un periódico viejo mientras sostienen en la otra una taza humeante de chai.
Ciudad adentro, ancianos de mil procedencias deambulan como espectros por callejuelas sucias y enlodadas. Hombres y mujeres, tan viejos como el mundo mismo, que buscan alcanzar el mokhs, la liberación de la incesante cadena de reencarnaciones a la que está sujeta el alma humana, y que, gracias a un privilegio especial de los dioses, obtiene todo aquel que muere en Benarés. Muchos pasan sus días cerca de los ghatts, acostados en viejas esteras de plástico, los hombres fumando en silencio, las mujeres sacándose piojos o haciéndose trenzas entre ellas, todos esperando la morosa llegada de la muerte.

Camino por una pequeña callejuela de casas humildes e intento adivinar la intimidad de los hogares a través de las sombras reflejadas en la penumbra de los zaguanes. Desde uno de ellos una mujer me saluda con una sonrisa. Lleva un velo rosado y de su nariz cuelga un arete redondo y brillante. Sumerge los dedos en un plato de arroz, toma un poco, lo amasa con cuidado y luego lo introduce en la boca de un niño desnudo que está de pie a su lado y me mira con la curiosidad desvergonzada de los niños. Tiene los ojos pintados con Khol para evitar el mal de ojo y un lleva un punto rojo dibujado en medio de la frente. Un poco más adelante, en la misma acera, una anciana de piel morena y sari violeta mira al vacío con ojos arrugados y azules. Es quizá el rostro más triste que he visto en la vida.

Hemkund Sahib

A 4.300 mts de altura sobre el nivel del mar, al abrigo de los altos nevados de los Himalayas, descansa, frío y sereno, en el lago sagrado de la religión sikh, el templo Hemkund Sahib, donde por largo tiempo vivió el décimo profeta del sikhismo, Guru Gobind Singh. Un escarpado camino de veintitrés kilómetros lleva, cuesta arriba, a través de montañas grises y rocosas que se pierden entre las nubes, hasta el lago sagrado del que se desgajan sonoros arroyuelos. Una hierba clara y escasa se adhiere con fiereza a la superficie de la montaña acentuando el clima de ascetismo y abandono. Familias enteras avanzan penosamente por un rocoso y enlodado sendero, repitiendo oraciones y cantos piadosos como antídoto contra el agotamiento. Mulas y porteros cargan a sus espaldas, en canastas de mimbre, a quienes ya ha vencido el cansancio. Ancianos venerables de barbas largas, turbantes impecables y brillantes dagas se aferran a sus báculos y miran las montañas que se abren a lo lejos, el caudaloso río que horada sus vientres. Casi todos los que suben en peregrinación profesan el sikhismo, pero no es raro ver familias de hindúes en el camino.

Cuando la gente alcanza la cima se acerca reverente a orillas del lago. Los hombres se desnudan y se sumergen en sus heladas aguas para cumplir con los estrictos cánones del ritual. Oran por momentos en el agua helada, luego salen, se visten y se apresuran a refugiarse en el templo contiguo, en donde las cobijas y el canto exaltado de los feligreses devuelve, poco a poco, el color a los cuerpos ateridos. Al fondo del templo, en una estructura rectangular dorada, completamente iluminada y decorada con flores, reposa el libro sagrado de los sikhs, el Guru Grant Sahib, que contiene las enseñanzas de sus diez profetas. Un grupo de personas de una vuelta ceremonial en torno al texto sagrado para recibir luego la bendición del hombre que oficia como sacerdote. Del otro lado del templo las personas oran o conversan, refugiadas del frío bajo una montaña de frazadas. Afuera, en una sencilla tienda de hojalata, un esmerado grupo de voluntarios sirve, sin costo alguno, sopa de fideos y tazas de chai caliente. Empieza a llover. El viento juega con las cintas doradas que se extienden entre la explanada y el templo. Las nubes cubren con su niebla los blancos nevados.

Haridwar

Un turbante naranja raído. Un anciano de pelo ensortijado y barba entrecana sentado en cuclillas. A su lado reposan un viejo bastón y una cacerola sucia. Más allá, unos jóvenes vestidos con camisetas y pantalonetas naranja pasan tocando inmensos tambores y cantando himnos a Shiva. Cargan grandes y complicadas estructuras hechas de bambú y que adornan con cintas doradas, con flores de plástico e imágenes de Shiva o de Hanuman, el dios mono. Cada año, en el mes de Julio, los peregrinos se dan cita en la ciudad de Haridwar, en el Norte de la India, a orillas del Ganges, para bañarse en sus aguas sagradas. Miles de personas inundan entonces las calles de la ciudad en una inacabable procesión que dura el mes entero. Olas desaforadas de gente, toda vestida naranja, ora a orillas del Ganges ondulante y amarillo.

Vendedores de lentejas o garbanzos apilan sus puestos a la vera del río. Hombres aletargados pasan el sopor del día a la sombra de árboles de ramas generosas. En la otra orilla, un templo asoma su cúpula roja por entre los árboles. Niños desnudos se lanzan riendo al río y se dejan llevar por la corriente. Una vaca husmea en una pila de desperdicios ennegrecidos por el barro. De repente, el cielo se ennegrece. Las nubes llegan con un viento furioso que apaga los ruidos cotidianos y seduce a las banderas de los templos que empiezan a imitar el baile hipnótico de su vuelo. El cielo, antes azul y despejado, se oscurece. Empieza a llover. Una lluvia férrea, demencial, se apodera de las calles, salpica al río, empapa los árboles. Los adultos corren buscando cobijo en techos cercanos mientras los niños juegan con los perros que ladran rabiosos y alegres en callejuelas inundadas. Es el monzón. La temporada de lluvias que nutre a la India, desde las selvas lúbricas del Sur hasta las hieráticas montañas del Norte y sin el cual la vida en este inmenso país sería impensable. Una lluvia violenta y fugaz que apaga el calor de los días de Julio, que irriga los campos y revitaliza las cosechas adormecidas por el calor inclemente de los meses del verano. Poco después, las nubes se disipan y el sol resurge con renovado vigor. La gente abandona sus refugios y vuelve a las calles anegadas de basura y excrementos. Retornan a la vida interrumpida: al hambre, a la devoción, a la miseria.

Fatehpur Sikri

Hubo un tiempo en que el imperio mogol dominaba el norte de la India, desde las selvas de Bengala hasta las montañas de Paquistán y extendía su poder hasta las lejanas provincias del Deccan. Un reino poderoso y esplendido que heredó el rico bagaje cultural persa y supo combinarlo con las viejas tradiciones indostánicas. En el ápice de su esplendor cultural, vivió un Sultán sabio y culto, que gobernó rodeado por asesores de diversos orígenes y credos: su nombre era Akbar, “el más grande”, y su extenso reinado de casi cincuenta años es recordado como una de las épocas más brillantes en la historia de la India.

Fatehpur Sikri es el nombre de la ciudad real que Akbar construyó, a las afueras de Agra, en el siglo XVI, sobre un promontorio desde donde se alcanza a ver una vasta planicie. Cuenta la leyenda que allí mismo el soberano fue a consultar al sabio sufí Shaij Salim Chisti, quien profetizó el próximo nacimiento de un hijo varón heredero del trono. Poco después nació el niño y Akbar, agradecido, mandó a construir, en el lugar de la profecía, la que por algunos años sería la capital del imperio más poderoso de la India.

Lo primero que se alcanza a ver en la lejanía, a través de árboles frondosos y distantes, es la fachada de la mezquita, construida en arenisca roja, al mismo estilo de la Jama Masjid en Delhi. Dos altos y blancos minaretes coronan su cielo. La fina caligrafía grabada en la enorme puerta de entrada conmemora las victorias de Akbar en la provincia de Gujarat y da paso a una gran explanada en donde los fieles se amontonan para hacer sus abluciones en la fuente central, caminar por sus corredores o descansar del agotador sol vespertino. Al fondo del patio central de la mezquita está la tumba del famoso santo Chisti, quien todavía hoy es adorado por la población musulmana de la India. Cada año, por el mes de Julio, miles y miles de peregrinos de todo el país llegan hasta aquí con sus peticiones y promesas. Buses vestidos con banderas verdes en los que se lee en letras doradas las palabras sagradas del Corán se agolpan a la entrada del lugar. La gente soporta el calor en silencio y se asoma ansiosa a través de las pequeñas ventanas antes de bajar y emprender caminando el último tramo del trayecto que lleva a la tumba del santo. Los hombres visten de blanco, las mujeres de negro con los rostros cubiertos. Grupos de niños con sombreros blancos ceñidos al cráneo suben por las escalinatas abarrotadas de mendigos que alzan sin convicción sus manos implorantes. Los fieles llegan hasta la tumba que huele a excrementos de murciélago. Rezan en silencio, y dan unas monedas a un sheij que repite una otra vez, con monótono acento, las mismas letanías mientras empuja a la gente para que entre y salga regularmente, para que nadie se quede más de lo debido. Son muchos los peregrinos y en el pequeño recinto no hay espacio para todos.
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